Queremos tanto a Hilda. Un recuerdo de Oscar Sacanamboy de los tiempos de La Rueda
QUEREMOS
TANTO A HILDA.
LOS AMORES EN LOS TIEMPOS DE LA RUEDA
Oscar Sakanamboy
Sí, es
ella, Hilda: la bella y enigmática poetisa de los años de La Rueda. ¿Qué será
de su vida? La recuerdo en las reuniones del grupo, leyendo sus poemas cortos y
sus cuentos intimistas. Recuerdo también su risa, su acento, su caminar
cadencioso y seductor. Ella en sí, respiraba poesía. Era la diosa, la
encarnación misma del poema.
Había en el
taller otras mujeres. Igual de jóvenes y atractivas; algunas tenían dueño. Pero
sólo tenía ojos para ella. Sentía un placer infinito al sentarme en un banco,
lo más cerca posible para observarla detenidamente, sentir su respiración, su
aliento, sus miradas furtivas. La veía lejana e inalcanzable, y eso me producía
un profundo desgarramiento interior.
Cuando ella
llegaba a las tertulias en la Casa de la Cultura, una grande y espaciosa casona
colonial, frente al Teatro Municipal, que fungía en esa época como sede del
grupo; la veía llegar sola, en esas inciertas tardes y noches payanesas.
Inmediatamente se confundía y era abordada por el aquelarre. Sólo me limitaba a
observar quien se le acercaba y con qué propósitos. Después de un tiempo supe
que no tenía dueño.
Y así pasó
el tiempo entre la bohemia, la camaradería, las lecturas, discusiones ideológicas
y políticas. El Grupo literario de la Rueda, allá por la década de los años
setenta y ochenta del pasado siglo marcó su impronta de rebeldía, vivencias,
discusiones, de poetas y ensayistas entre el devenir universitario por las
tranquilas y apacibles calles, casas y
templos de la bella ciudad de Popayán. Pero también hubo amores y desamores,
encuentros y desencuentros, dentro del grupo.
Con el paso
del tiempo, fui haciendo fuertes lazos de amistad entre mis contertulios. Creo
que quien me invitó a participar en el recién creado grupo-taller literario,
fue mi amigo Carlos Fajardo, chico de barrio del occidente de Cali, de donde
procedíamos. Luego conocí a la banda completa: Mario Delgado, Jaime Cárdenas, Ricardo
León Paz, Cristóbal Gneco, Oscar Garcés, Rafael Albán, Juan Carlos López,
Germán Mendoza, Lucho Calderón, Rubén Darío Guerrero, Orlando Ávila, Luisa
Fernanda Vallejo, Vicky Ospina, Gonzalo Buenahora, Oscar Hernández, Lola y
otros compañeros de ruta a quienes se me escapa sus nombres por el paso de los
años y los laberintos de la memoria.
Siempre
viví en las residencias estudiantiles Tuto González. Desde ahí me desplazaba a la Facultad de Medicina y al Hospital
Universitario, y en las tardes, una vez terminada la jornada, me dirigía al
centro histórico, vale decir: al café Alcázar, para tomarme un café y hacerme
lustrar los zapatos por mi amigo, el pequeño Chucho. Esperaba a mis
amigos. Luego me daba un paseo por las Facultades de Derecho y Humanidades. Por
las noches casi siempre terminábamos en los bancos y prados del parque Caldas.
Los domingos solía almorzar y cenar en la Lonchería
Belalcázar en la misma plaza.
Desde el
café observaba absorto los arreboles infinitos de la tarde; después caminando
por el centro, la blancura de los Templos y casonas coloniales. La algarabía de
los estudiantes, las noches piadosas de la Semana Mayor, las lluvias
impredecibles, la humedad y el clima suave de verano.
Un buen
día, o mejor, al comenzar las primeras sombras de la noche en la Casa de la
Cultura, estaba por comenzar una de las reuniones del taller, cuando se me
acercó Hilda para hacerme el reclamo de haberla dejado plantada con el saludo
en los jardines de la Facultad de Derecho en días pasados. Me dijo que pasé de
largo sin percatarme de su presencia y eso le dolió mucho, motivo del reclamo.
¡Oh
sorpresa! Desconocía por completo el suceso. No podía concebir que no la
hubiera visto, precisamente a ella. ¿Qué me pasó? ¿Estaba ciego? Inmediatamente
le ofrecí mil disculpas y le eché la culpa a Freud por los actos fallidos. Toda la noche en el taller estuve a su lado,
prestándole suma atención a todo lo que giraba en su entorno. Finalizada la
velada, la acompañé a su casa en la calle de la Pamba.
Desde ese
momento nació una amistad entre los dos, una camaradería y ¿por qué no? una
seducción. Yo me dejaba llevar, placenteramente caía en sus intrincadas redes,
no oponía resistencia a su mirada, a sus gestos, a su cabello largo y bien
cuidado, su rostro joven y bello, sus ademanes, su figura menuda, sus gustos y
sobretodo su inteligencia. Creí que ahora estaba tan cerca de ella y podía
conocer algunos de sus misterios, hablábamos fluidamente de las cosas de la
vida. Ella simplemente se dejaba amar. Con ella pasaba hasta altas horas de la
noche en los bancos de la plaza de Caldas hablando de jazz, de ópera, de poesía
y de otras filigranas, tratando de espantar a los posibles pretendientes
indiscretos que merodeaban por el lugar. No quería que nadie nos interrumpiera,
así fuera el mejor amigo. Estaba loco de celos.
Para mí se
volvió el alma y centro del grupo. Por ella iba religiosamente a las reuniones
y actos públicos y privados, que se programaban en los tiempos de la Rueda. La
acompañaba siempre que ella me necesitaba; en ese tiempo no hacía falta el
teléfono en una ciudad pequeña. A través de la red de amigos era fácil
encontrarnos.
Al vernos
casi siempre juntos, despertó como es
lógico, la suspicacia entre los amigos poetas y escuché algunos
comentarios que iban y venían. Pero sólo fueron anécdotas.
María Schneider y Marlo Brando en El último tango en París |
Siempre he
sido del criterio que toda ciudad hermosa, esconde en su vientre a una bella
dama. Recuerdo, algún domingo pararme en el belvedere de las residencias
estudiantiles y silbar la música del Gato Barbieri en la película El último tango en París. Para salvar mi
alma, busqué en el silencio de mi habitación el misterio que me ataba a esa
ciudad y allí nació mi poema De pies y
manos.
Siempre
tuve el temor de que se convirtiera en la Gala
que enloqueció de amor a Dalí: en la femme
fatale y por eso la convertí en poema:
DECISIÓN
Porque
falté a la cita
buscando tu
cuerpo en los andenes
porque las
palabras no llenaron el lenguaje de los rostros
porque
amarte así era difícil
he vuelto
de nuevo
para tocar
fondo de angustias recortadas
para
inventar la palabra que te llegue
y volver a
poseer
el calor
que a ratos
se me
escapa.
Este poema
aparece en el libro DÍAS DIFÍCILES,
publicado en los años de La Rueda.
Es cierto,
no he sido el único. A ella la amaron también y simultáneamente otros
integrantes de La Rueda. Cada uno a su manera, y más de uno en silencio.
De ella
recuerdo la noche que leyó este poema breve, como las cosas de ella, que
después apareció publicado en la revista La Rueda 3:
Un poema de
Hilda Restrepo:
PALABRAS
Venían a mí
replegadas
de sabores
y angustias
como luces
de bengala
sobre la
noche…
pegaditas
una a otras,
hermanas
del misterio,
cristales
enmohecidos
de tiempo.
El tiempo,
el río de Heráclito por el que han pasado muchas corrientes, desde entonces.
Pienso que la duración del pasado, presente y futuro se confunden en una visión
simultánea. Hay una concentración del tiempo y espacio. Si hasta he visto pasar
cerca de mí, a El Golem, un ser artificial salido según fórmula de La Cábala,
que atraía las fuerzas siderales del universo.
Soy un
hombre afortunado y puedo evocarla, porque sé que vive y aún pervive en la
memoria de esos años maravillosos de lo que fue el Grupo literario de La Rueda,
en la ciudad universitaria de Popayán.
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