El hombre que fue río: José Eustacio Rivera



EL HOMBRE QUE FUE RÍO

José Eustacio Rivera


Soy un grávido río. Siempre he sido eso: un río que copia paisajes, un río nostálgico que canturrea por la voz del oleaje las canciones de la selva de donde vengo, de la entraña selvática donde nací. Golpeo suavemente contra las rocas y hago una espuma menuda y liviana. El sol gusta de mi espuma y se pone a navegar en ella perseguido por un águila y yo gusto del sol y del águila. A veces asombro los altos montes que me rodean, que se pierden en las nubes, con la vorágine de mi trueno y el turbión de mis aguas; pero más tarde me aquieto, me dulcifico en remanso a la orilla de los guaduales, me purifico a la sombra de las plataneras, y espero el abrazo de la noche. No temo el frío porque habrá una estrella que me acompañe, que me caliente mientras boga en mis aguas.


José Eustacio Rivera



Siempre he sido río. Un río que da de beber y de pescar, que corre y se detiene y vuelve a correr y a detenerse. Sí, siempre he sido río por vocación. Y por triunfo, porque en mi casa se oponían a que fuera río. Querían que fuera otra cosa, cualquier cosa, multitud de cosas, pues ni se habían puesto de acuerdo sobre mi porvenir. Mis dos tías, tan buenas y tan episcopales –ha de saberse que tengo un tío obispo -, me tenían destinado al sacerdocio y estoy seguro de que alimentaban el secreto anhelo de ser tías del Romano Pontífice. Mi padre, en cambio, me quería doctor en leyes. Un abogado suyo, de bolsillo, que ganara aquellos interminables pleitos de linderos que siempre perdía; y que siempre reiniciaba con nuevos argumentos porque así se lo aconsejaba el doctor Manrique, explotador miserable, y porque valga la verdad, los pleitos se habían vuelto su vicio y la razón de su vida. Mi madre, que sufría en una cama escoltada por una curiosa mezcla de medicamentos modernos y remedios caseros, esperaba que yo fuera médico. Yo y sólo yo, habría de curar sus dolores entre reales e imaginarios. Un hermano de mi padre que había sido consejero municipal y que se sabía un discurso sobre el 20 de julio, aspiraba a que yo fuera diputado, congresista, ministro y presidente de la república, continuando una generación de políticos cuyo tronco, desde luego, era él. 

El más tolerable de todos era mi abuelo. Hizo la campaña de los mil días y tenía una memoria envidiable o una imaginación prodigiosa. De sus labios llegué a saber todas las acciones importantes de guerra, y siempre terminaba con esta admonición: no seas pendejo mijo, no hay como la milicia que no requiere estudio sino tantica suerte y algo de valor. Enseguida estás palante, grado arriba. Fíjate en mí que apenas tuve escuela y llegué a coronel. Pero nada me doblegaba. Nada podía conmigo, con mi vocación de ser río. Me tuvieron seis meses en un sanatorio, y me dieron de baja con una carta del director. El muchacho no está loco, decía, apenas me parece un poco poeta y hay que dejarlo porque eso tiene remedio. Bendito médico. Sí, eso soy: un poco poeta, un grávido río.

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