Clarice Lispector: Lo fantástico y la banalidad del mal en tres cuentos del libro Vía Crucis del cuerpo

 



Mario Delgado Noguera


Según Juan David Restrepo, profesor de literatura en la Universidad del Cauca, Clarice Lispector escribió sobre esas emociones ocultas que nos enredan por dentro y que, de alguna manera, no nos hacen avanzar. Abordó también temas como la muerte, la depresión, y lo que hoy se llamaría “salud mental”. Es una narradora que no le temió a mostrar la parte oscura de la existencia, la que no celebra la vida, sino que muchas veces la condena. Esa zona donde habitan los fracasos, lo no logrado, lo que no pudimos ser.

La escritora brasileña, trabaja con narrativas vitales que se desfiguran con el tiempo: los recuerdos se trastocan, el pasado se reescribe desde el presente, el deseo aparece como un motor que transforma la percepción. Esa manera de narrar produce efectos similares a los de la literatura fantástica pues no se sabe si lo que leemos sucede en el plano real o en el interior de una mente que desborda la lógica. En ese sentido, Clarice Lispector roza lo fantástico y, en algunos casos, lo siniestro. No desde el terror explícito, sino desde la angustia de habitar una realidad que se disuelve en el lenguaje.


Clarice Lispector, foto tomada de Arcadia, diciembre 2019




Miss Algrave

Clarice Lispector (1920-1977) nació en Ucrania y su familia, al ser judía, emigró al Brasil, por las persecuciones en la época de los bolcheviques rusos. Esposa de un diplomático, viajó a varios lugares, escribió para revistas y parte de su vida en Brasil estuvo bajo la dictadura militar de su país que duró 21 años. Habiendo leído anotaciones y críticas sobre su obra en la revista Arcadia, como lector de Clarice Lispector se espera introspección, sensaciones internas, nebulosas existenciales como también lo dicen los críticos de una de sus novelas más famosas, Lazos de familia (1). Pero en Viacrucis del cuerpo (1974), un libro tardío que según la autora fue escrito por encargo en un fin de semana, hay algo más. Algo inesperado. Algo que parece salido de otro planeta, y en el caso del cuento llamado Miss Algrave, literalmente lo es.

En ese cuento, Lispector lanza una audaz narrativa camuflada de historia sexual. Miss Algrave, la secretaria virginal, irlandesa, contenida, mojigata hasta la médula, descubre los placeres de la carne gracias a una criatura de otro mundo, un tal Ixtlán que reaparece cada luna llena, la que espera cada vez más ansiosa. El relato no se regodea en lo explicativo. No se detiene a decir si la criatura es un alien, un ángel caído, una proyección del deseo, un mito celta, o simplemente un producto de la represión transformada en fantasía lúcida. No importa. Lo que importa es que Miss Algrave cambia. Deja de ver el mundo como una amenaza y comienza a gozarlo como un territorio conquistado. Ixtlán no es solo un visitante espacial. Es el catalizador de lo prohibido, del cambio irreversible hacia el goce de la existencia.

Lo fantástico en la escritora no se instala como en los cuentos clásicos de terror gótico o en la lógica de Borges. No se rige por leyes universales, sino por la irrupción de lo inasimilable en la rutina. Bioy Casares lo clasificaría como un cuento fantástico que se explica por la agencia de un ser o de un hecho sobrenatural (2). Roger Caillois habló que lo fantástico aparece cuando se quiebra la continuidad del mundo natural, cuando lo insólito entra por una grieta que nadie había visto (3). En Miss Algrave, esa grieta es el deseo. El deseo como fuerza subversiva. El cuerpo como umbral del conocimiento. El placer como ruptura. Lispector lleva la lógica de la transformación al límite. La protagonista no se redime ni se castiga. Se transfigura.

El cuerpo

Pero Clarice Lispector no se queda en lo fantástico con toques de erotismo. También se sumerge en otro terreno espinoso: el de la maldad. Pero no una maldad teatral. Se trata de la maldad opaca, sin gloria, que se deja transcurrir. La que simplemente ocurre. La maldad sin rostro ni remordimiento. La maldad con voz mansa. El cuerpo, otro cuento del mismo libro, lo deja claro.

Tres personas: Xavier, Carmen, Beatriz, viven en un ménage à trois informal, libre, sexualmente democrático. Pero Xavier, el único varón del trío, empieza a buscar más. Más cuerpos. Más deseo. Más. Y ese “más” tiene consecuencias. Carmen y Beatriz deciden matarlo. No con furia. No con dramatismo. Deciden, simplemente, que “algún día vamos a morir” y han decidido que ese día ha llegado para Xavier. Lo entierran en el jardín y se van al Uruguay. Como si nada. Como si fuera una decisión cotidiana. Como si estuvieran eligiendo cambiar de sofá.

Aquí es donde la filosofía irrumpe. No como doctrina, sino como eco. Hannah Arendt habló de la “banalidad del mal” en referencia a Eichmann, el burócrata del exterminio nazi. Pero Carmen y Beatriz no son burócratas. Son mujeres ordinarias, atrapadas en lo extraordinario. No matan por odio. Matan porque sí. “Porque Dios lo manda”, dice una de ellas. No el Diablo, no la oscuridad, sino Dios. Y el cuento termina. Sin castigo. Sin gloria. Con la sensación de que la moralidad es algo banal.

En este cuento, Clarice Lispector abre cuerpos, rompe tabúes, deja que entren el crimen y la carne de los cuerpos. Lo fantástico ya no es una evasión, sino un modo de revelar lo invisible de la maldad, pues como Tzvetan Todorov, lo anota: “Es infinitamente más cómodo, para cada uno de nosotros, pensar que el mal es algo externo”. Lo sobrenatural no viene con casas encantadas ni luna llena. Viene en forma de deseo, de asesinato tranquilo, de los cuerpos que cambian.

La lengua de la f

En este cuento una maestra de inglés emprende un viaje en tren y al vagón entran dos hombres que hablan un lenguaje inicialmente ininteligible. María Aparecida, la maestra poco a poco se dan cuenta que en las palabras del diálogo de los hombres intercalan una “f” y todo parece que hay una confabulación entre ellos para atacarla y violarla en cuanto entre a un túnel por donde pasará el tren. Esta vez es el miedo. El miedo hace que la maestra para protegerse trate de parecer una prostituta, pensando que a los hombres no les gusta las “furcias”. Su defensa es su cuerpo. Se abre el escote, se levanta la falda, se pintarrajea los labios y canta. Efectivamente los hombres se burlan de ella, les parece graciosa, siguen hablando con la f intercalada. Entonces aparece el maquinista, que dice que la bajara en la próxima estación y la entregara a la policía.

Al bajar del tren, otra muchacha en el andén la mira con desprecio. Pasa en una celda policial tres días y la hacen salir. Ya libre, piensa en comprar otro pasaje y ve en un periódico el titular: “Joven violada y asesinada en un tren”. Se da cuenta que la noticia se refiere a la muchacha que la había despreciado a la bajada del tren. Piensa que el destino es implacable.

Clarice Lispector no pinta este relato como justo ni como divino. El destino es una máquina ciega que cambia de sentido sin aviso. En el cuento hay suspenso e ironía, el miedo es el motor, pero la fatalidad es por el azar. La protagonista no es heroína ni víctima moral. Es una sobreviviente simplemente. Se salva porque alguien más ocupó su lugar en el destino. Cuando todo termina, uno se queda con esa sensación sucia, espesa, de que en este mundo no hay consuelo ni moraleja. Solo sobrevida.

Vía crucis del cuerpo no es una obra menor. Es una especie de testamento de la escritora, sin moralejas, y así, con los temas clave de la literatura fantástica: la transformación, la transgresión, la maldad cotidiana, la fatalidad se escribe sin adjetivos y sin ornamentos. Con la naturalidad de quien ha visto el abismo y ha decidido habitarlo con placer.

 

Referencias

  • Saraceni Gina, Otras posibilidades de comprensión de la vida, en Arcadia, N° 169, Bogotá
  • Caillois, R. (1971). Antología de lo fantástico. Buenos Aires: Sudamericana.
  • Lispector, C. (1974). Via crucis del cuerpo. Río de Janeiro: Artenova.
  • Bioy Casares Adolfo, (Prólogo) en Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Adolfo Bioy Casares, Antología de la literatura fantástica, Editorial Sudamericana, Bs. Aires, 1976

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