Un relato de Rubén Darío Guerrero en La Rueda 3



DEVASTACIÓN


Si la tierra tiembla
yo me voy de aquí...
(Canción popular)

Recostado se encontraba como todas las noches pisando el andén del establecimiento en donde podía permanecer ajeno al caer del tiempo largo de la espera. El mar que hacía poco tiempo se había levantado en pequeñas crestas enfurecidas de esas que preceden sus besos a las playas, se empezaba a calmar. Olas pequeñas descomponían las lejanas figuras de las estrellas en mil formas luminosas y danzantes. La luna, a lo lejos jugaba con el mar confundiéndose en un pozo de luz y el zumbido de los peces voladores se escuchaba entre el rumor de las olas precediendo a las repentinas zambullidas.

El se encontraba muy bien así escuchando además el entrechocar de las bolas que iban y venía sobre la tersa superficie de las verdes mesas, las voces de los que apostaban sus billetes a las cartas, o las de los que como él, simplemente mataban recostados a las barandas las horas de la calurosa noche, minuto a minuto, hablando de cualquier cosa cubierta de tiempo, entre los acostumbrados olores amoniacales del establecimiento.

Esperaba partir a la madrugada, cuando el mar abandona la playa con la que copula la mayor parte de la noche en medio de sábanas de espumas... Por ahora estaba como nunca allí; dejaba de mirar el interior del billar para enredar el oído al taconeo de cualquier jeva que pasara por la calle, en las ondulantes líneas que acompañaban su caminar de marea.

Lo que jamás imaginó fue que el mar, que al entrar a la bahía cabalgó con su potrillo, de pronto, ante el mandato de la tierra que se movía y partía con un pastel aprisionado por la más grande de las manos se levantó quebrando las paredes de madera de mangle de las casas, agrietando salvajemente la tierra de las ondulantes calles, inclinando las palmeras que con dolor besaban sus ramas a la tierra. El mismo de todos los días, el que había visto crecer a la sombra de los cocoteros era ahora un inmenso y rabioso toro suelto, sembrando sus pasos de tragedia con las olas en alto como cuernos que arrastraban las quejas de su gente y los gritos despavoridos de los niños. Levantó las paredes de madera de mangle de las casa, resquebrajó la tierra de las ondulantes calles, inclinó las palmeras que besaban dolorosamente con sus ramas el quebrado suelo. Y a él, violentamente arrancado del andén como una hoja seca llevada por la furia de las agua varias cuadras abajo, hasta donde pudo prenderse a un trozo de madera resquebrajada, resto de la que fuera la mejor droguería del lugar.

Ha permanecido viendo desfilar por su cabeza los rostros conocidos que antes iban y venían por las calles en medio del salitre, los niños que descalzos jugaban en las charcas quebrando en mil formas la cara redonda y brillante del sol en las mañanas o que nadaban desnudos entre las olas, pescando en las tardes canchimalas desde los palafitos. Esos troncos enhiestos donde se alzaron una vez a la luz alejándose de sombras placentarias hasta la larga marea de sus días. Todas las voces cavernosas de los brujos poseedores de todos los misterios no se anticiparon a la presencia funesta de la muerte.

Los hijos tragados por el mar, llevados en los brazos verde botella de ese mar al que no odia porque ama.

Solamente desea no verle por ahora, no preguntarle cara a cara por qué se quedó solo, por qué no pudo llevar a su querida ese vestido comprando con el dolor de tantos días de sol quemado sobre la piel.

Ahora no quiere que le hablen de sus redes, ni de peces plateados robados al fondo del mar, ni de las doradas tardes en que el agua pintaba de rojo cual ollas de alfarero los besos que le deban las sombras de los mangles. Sigue allí sentado matando entre las manos que cubren a la cara, los minutos de tragedia; sabe que tiene que vivir pese al dolor, sanar las heridas y perdonar ese mar porque lo necesita, como el aire que respira en la marcha cansada de sus días.

Por eso sueña con tener unas alas muy grandes que lo alejan de las penas que rondan en todos los velorios. Unas a las enormes de gaviotas, que le permitan volar sobre las olas mientras peina los rizos del mar enamorado.


RUBÉN DARÍO GUERRERO

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