Días Difíciles, un relato sobre los tiempos de La Rueda


DIAS DIFICILES 
Un relato sobre los tiempos de La Rueda, Popayán

Días Difíciles es el título de un poema de Oscar Sakanamboy


Mario Delgado-Noguera



El secretario del consejo estudiantil llegó esa tarde lluviosa con aire grave y deprimido. Su pequeña barriga que no trataba de disimular se contoneaba a cada paso. El paraguas largo y negro, su nariz aquilina y el pelo peinado al estilo de los senadores del imperio romano, completaban la idea de un hombrecillo serio y cumplidor de los deberes impuestos por la importante base estudiantil que representaba. Sentía un secreto placer por figurar en todos los actos y actividades que se promovían entre un estudiantado movido por vacuos ideales de arribismo impuestos por la mediocre educación de esa facultad de provincia. Al entrar saludó cortésmente a un profesor de ciencias básicas que se había distinguido por ignorante. En la cafetería de Doña Luz, una negraza cuya vocación era gritar, estaban en resto de los miembros del consejo departiendo lánguidos alrededor de unos tintos. Para el secretario era un penoso deber tener que asistir a la reunión programada esa tarde. En su mente deambulaban sobresalientes hipótesis de dirección y poder, producto de varias lecturas serias de los clásicos pero, lo que tenía que hacer en la práctica, era una serie de quejas dulces y perfumadas. Para él, eran misivas propias de enamorados y no de tajantes pliegos de peticiones a las intransigentes directivas. Sin embargo la figuración era un motor de mucho empuje. De todos modos esa tarde se sentía aburrido. Se sentó con corrección, saludó y pidió una aromática a una de las empleadas de Doña Luz.


EL CONSEJO

El asunto a tratar era escabroso. Se pensaba enjuiciar a un compañero del consejo por sus posiciones que comprometían de alguna manera a cada uno de ellos ya sea por el lado académico o por los cuestionamientos a sus respectivos grupúsculos. Eran las épocas del renacimiento del movimiento estudiantil después de una feroz arremetida de la derecha, alrededor del final de los 70, en las cuales lo que más se temía en la política universitaria era un paso en falso. Los gérmenes de la organización y las complacientes sonrisas de las directivas se constituían en los platillos de una balanza de equilibrio difícil.

-"El futuro reo"- se le ocurrió al secretario y una sonrisa se perfiló en su boca ancha e inteligente. En verdad no le disgustaba el individuo en cuestión, era un mamador de gallo en el fondo y ya era hora de poner más pimienta en la situación: la mitad del periodo académico, sembrado de agresiones, y ninguna movilización o alguna acción de contundencia. Pero nunca dejaba de pensar en la mala pasada que le gastó en las anteriores elecciones universitarias. El reo había tenido el mal gusto de recordarle con afilada sátira su posición y su inercia en el movimiento estudiantil, delante de la preciosa Ruth, poetisa intimista, que lo tenía inmerso en una continua exaltación. Fue muy cierto que él prefirió tomar el sol, al lado de Ruth, recostados en los pies de una de las enormes palmeras centenarias del patio principal de la universidad, mientras los demás se movían desesperadamente con el fin de alcanzar el porcentaje válido de electores. En ese día memorable se había sentido borracho de vida y su mente divagaba entre los visos de la piel de la poetisa bajo el sol y el hormiguero de universitarios. Pero, en definitiva, no le disgustaba. El reo era locato e impulsivo, capaz de coger un objeto y tirarlo en una discusión pero era buen camarada en los tragos y en la farra bohemia a la que eran tan adictos. Eso sí, el secretario se cuidaba de cantar en las reuniones en francés, otro secreto placer, cuando se hallaba también el reo, porque las burlas subsiguientes eran demasiado lacerantes.


Estaban esperando al reo y éste no aparecía y el secretario se hallaba con desasosiego así que con el poder que lo investía su secretariado, propuso trasladar la reunión al local del consejo. Subrayó su iniciativa lanzado una ojeada a su reloj. Añadió que el orden del día debía ser corto y productivo para no enzarzarse en discusiones volátiles. La comitiva salió por los corredores de piso de madera. Afuera la llovizna era una delgada y triste cortina. Empezaba a hacer frío. “La tarde perfecta para un juicio” comentó el secretario. La reunión era muy esperada. Había quorum suficiente y llegaban curiosos y tiras que habían soslayado chismes y escándalos. Poco a poco el pequeño local del consejo que en otro tiempo llevara el nombre de un médico revolucionario que murió en la China, se lleno hasta los topes. Cerca estaba el depósito de los reactivos de laboratorio y el aire era pesado. Creció la inquietud y se dio comienzo a la reunión que sin el objetivo inicial perdía su interés. Se cerraba con apremio el amplio compás de expectativa.


El reo no llegó. Se discutieron con premura tópicos menores como la compra de un baloncito de fútbol ó el último desvarío antiestudiantil del profesor González. La reunión terminó. Un tiempo gris y turbio se había adueñado de la tarde. El sol ardía tímido entre las nubes cargadas de invierno. El secretario cogió su largo paraguas y apagó las luces. Salió aliviado de no haber tenido que moderar la reunión. Tenía una cita con Ruth en el centro. Los ambientes así le hacían verter palabras dolosas en el papel. Lenta y seguramente tomaba renombre como poeta y quería usar esa relativa fama para atraer a Ruth; quería que lo apreciara como un individuo levantado de la generalidad por la manera inédita de expresar los tiempos difíciles. Tomó solitario el camino al centro, tratando de buscar un libro para la poetisa. Lo buscaría en la librería de los testarudos donde habitualmente se reunía un combo que lindaba entre lo nefasto y lo extravagante y que aprovechaba que allí también se vendieran tintos y cervezas. La cita se debía realizar en la esquina oriental de la calle de la librería, la esquina del movimiento. No sabía en realidad cómo Ruth le había transformado su tiempo y su circunstancia. Estaba transido de amor como San Juan de la Cruz y las materias dadas al traste. Sólo había un inmenso rostro que persistía a lo largo del día y ese peso en medio del pecho que solo desaparecía después de unas cuantas cervezas.


LA LIBRERIA

Llegó a la librería y evitó sentarse. Empezó a buscar en las estanterías, saludando de paso a la gente del combo. -Cómo le va, doctor Mascarita, bien o paqué. ¿Qué se pinta para esta noche?-. Viernes por la tarde. Encuentros fijos: gente ávida de rumba y de salsa. Mamadera de gallo. Concentrado en la elección del libro dudando entre Allen Ginsberg y otros menos drásticos, dudando entre sus preferencias y los gustos de la intimista, desenredando el paraguas del bolsillo de Sacapipí, contestando alguna agudeza de Buenacopa o tratando de reírse de un chiste de invernadero no se dio cuenta que habían pasado algunos minutos después de la hora de la cita. Salió sin pagar ni ver el título que llevaba en la mano y corrió hacia la esquina. El pintor Eusebio le dijo que la intimista había estado por allí con una parte del combo pero que se habían marchado pocos minutos antes. Había hablado de una rumba en casa de los paisas. El pintor Eusebio le sacó unas monedas para un tinto y el secretario regresó abatido a la librería de los testarudos. Pagó el libro. Gozaba de prestigio entre el combo de manejar ampliamente sus fondos y más de una vez en medio de una borrachera, se gastó la plata del mes, tiró el tocadiscos, su colección de jazz y su despertador por la ventana. Pidió una cerveza y un tinto que alguien quería y se sentó en medio del estruendo de los locos. Muchos ya estaban por la tercera cerveza y el ambiente cálido contrastaba con el frío del atardecer. El secretario entró en calor, su paraguas largo rodó varios metros. La música del Caribe aflojaba las resistencias. El reo no se encontraba allí a pesar de ser uno de los testarudos. Después de empaparse bien el espíritu, de cantar en su francés depurado aprovechando la ausencia del reo, el secretario midió sus bolsillos e hizo medir los más reacios.


EL BAILADERO

A fin de cuentas, salieron para el bailadero más popular de sones, abrazados, en un buen número. Se escuchaban diatribas contra Santo Tomás entre los que trataban de estudiar filosofía y vivas a los surrealistas. Por otro lado alguno de los del extremo hablaba de disciplina proletaria y de Benny Moré. Se comentaba eso sí el suceso del día: el juicio del reo y la ausencia en la sesión del concejo. Algunos lo habían visto a mediodía cuando el tiempo no estaba como en ese momento con una lloviznita infernal. Muchos le daban la razón y criticaban la blandura de las políticas del movimiento. Otros decían que el reo era un oportunista como tantos otros. El secretario oía de lejos pues con frecuencia recordaba a la intimista con la añoranza amarga que dan los tragos y de vez en vez le molestaban pensamientos trágicos.


Llegaron al bailadero. Entre las luces de los autos mezcladas con las luminarias de las calles se distinguían tipos con gorritos blancos, zapatos del mismo color y algunas morenas de provocativos andares. Se acercaba la hora del rumbón, la culminación de la semana, el goce del viernes por la noche, cuando el ambiente hermana a los rumberos.


En el local se presentía una respiración común al compás de un feroz guaguancó. Un solo corazón era el que golpeaba el pecho del local. El tablado relucía. Se instalaron en dos mesas entre pasos de baile. El secretario estaba exaltado y se bailó la Sopita en botella con una de las damas del combo. Volvieron por un aguardiente a la primera mesa y empezó a escucharse un bolero apache. Su mirada recorrió por primera vez todos los rincones del bailadero. Varios recuerdan la extraña cara del secretario, el aguzamiento de su nariz aquilina y el intolerable relumbrón de sus ojos al ver en un ángulo del local a la poetisa intimista bailando apretadamente, en estrecha comunión de cuerpos, con el reo del consejo.


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