Duquesa y maja, un relato de Oscar Sakanamboy

                                                          Duquesa y Maja



   Años después, Feuchtwanger, recordaría cada detalle del suceso: Cayetana, la duquesa de Alba, había sido desterrada por orden Real a sus posesiones de Andalucía. Ella se instaló en su palacio de Sanlúcar de Barrameda. Desde el belvedere, se podía admirar el panorama en torno del mismo. En Cádiz, la amplia construcción de estilo árabe con pocas ventanas en los muros blancos, relucientes; los jardines descendían en forma de terrazas y a lo lejos, el Guadalquivir corría presuroso hacia el mar. El paisaje de arenal amarillento, con ralos bosques de pinos y alcornoques; la llanura lejana, a lado y lado de los viñedos y olivares.


   La duquesa y el pintor, luego de pasar un corto viaje por la ciudad de Cádiz, regresaron al palacio de Sanlúcar. Solos, a mitad de la escalera entraron a un pequeño y oscuro gabinete. Al abrir las ventanas, se inundó de luz el lugar; había un solo cuadro en el desolado cuarto, representando una escena mitológica. La mujer apretó un botón en la pared y el cuadro giró por un mecanismo de resorte, dejando ver otro cuadro. Goya se irguió; su cara se puso sombría por la atención; fue todo ojos. El cuadro mostraba una mujer recostada,  quien se  miraba en el espejo apoyada sobre el brazo derecho, dando la espalda al espectador. La dama estaba desnuda con la cara vagamente definida. Según su parecer este cuadro no había sido pintado por un extranjero; ni de Amberes, ni de Venecia. Era de una mano española. Solo uno pudo pintarlo: sin duda Diego Velázquez. Era la prohibida, famosa y atrevida “Dama desnuda” de Velázquez, una venus, una verdadera mujer española. Ni blanca y regordeta italiana de Tiziano, ni rosada y carnosa holandesa de Rubens. Era una verdadera mujer española, una maja. El  cuadro más audaz y prohibido, original, grande, célebre y misterioso. Goya admiraba a su maestro, había luchado toda su vida para entender del todo su pintura. El rostro en la penumbra del espejo, concentrando la atención en las líneas del cuerpo maravilloso, muy español, con su estrecha cintura y robusta pelvis. Diego Velázquez, siglo y medio atrás, se había atrevido a pintar esa escena, desafiando al Santo Oficio, de no permitir pintar mujeres desnudas. Para ello debió de contar con la protección de alguien en la Corte, cercano a su rey Felipe IV. Velázquez pintó la venus porque lo  más seductor  es la desnuda carne de una mujer, y él era un gran artista. Sentada, Cayetana miraba a Goya, curiosa y sonriente. Recordaba a su abuelo, el decimosegundo duque de Alba, el hombre más orgulloso de España; embajador en Francia de Carlos III, quien desafió a la Inquisición porque se atrevió a ser filósofo y librepensador, cosas prohibidas; además,  educó a su nieta Cayetana según los principios  de Rousseau.

   En palacio Goya vivía y comía con ella, era feliz. Ella estaba mas cerca de él como nadie nunca estuviera. La miró largo rato, despreocupado, sin pudor. La mujer le devolvió la mirada como queriendo hundirse en los abismos del amor, porque mañana tal vez sería ya tarde.

   Un buen día la encontró recostada en el diván con un vestido de verano; prenda de fina tela blanca, mitad camisa, mitad calzón; adhiriéndose en pliegues al cuerpo, revelaba más de lo permitido. Sobre la misma tenia puesta una casaca pequeña de bolero, amarillo vivo, con laminillas metálicas negras y brillantes en forma de mariposas. Así yacía tendida, con las manos cruzadas detrás de la cabeza.-Deseo don Francisco, me pintes de maja, así con este vestido-  dijo Cayetana. La mujer del diván, era una dama seductora, audazmente disfrazada de maja; pero en un mesón de la majería difícilmente alguien la tomaría por una maja verdadera. A los pocos días, ella lo llevó hacia una habitación poco usada; había allí un dormitorio magnifico aunque algo descuidado. En una pared aparecía un cuadro insignificante, con una escena de caza. La duquesa, mediante un dispositivo en la pared desplazó el retablo y detrás del mismo apareció la pared desnuda, un espacio para otro cuadro; –quiero, señor pintor de la corte, me pintes de maja, de verdadera maja-, dijo y prosiguió: - quiero encomendarle dos retratos: uno con disfraz de maja, el otro como maja verdadera-. El pintor la miró aturdido. La venus desnuda de Velázquez, era en realidad una maja. Ni Grande ni diosa, solo una maja. “Si ella lo quería así, lo tendría”, pensó Goya. La retrató en su extravagante y costoso disfraz, también desnuda debajo de la tela transparente. La mujer se tendía en este retrato sobre el lecho del placer, encima de almohadones de un verde pálido, los brazos cruzados detrás de la cabeza, la pierna izquierda encogida, el muslo derecho suavemente apoyado en el otro. Goya destacó el triangulo del vientre; pintó su cara blanca matizada con un poco de colorete. Pero no era su cara, sino una anónima como solo él podía hacerlo: la cara de una maja y de todas las majas. Trabajó en la habitación para la cual estaba destinado el cuadro, la luz era la más adecuada para la maja vestida. La desnuda, en cambio, la pintó en la azotea. Al pintarla, lo invadió un perverso placer; finalmente la duquesa era un juguete suyo, era su venganza. La dama de la tela no era una maja; si la cuna y la riqueza, le daban todo, quedaba excluida del pueblo, seguía siendo una pobre Grande y no llegaría a ser maja a pesar de su esfuerzo. El pintor aragonés no sabía si era arte, aquello. Sus pensamientos se alejaron de la mujer verdadera para dedicarse a su obra. Pintó en la desnuda y vestida, a todas las mujeres conocidas en su intimidad. Pintó un cuerpo incitante a los placeres; además dos caras: una llena de espera y codicia, casi vacía de deseos, de mirada dura, peligrosamente atractiva. La otra, un tanto adormilada, al despertar lentamente del deseo satisfecho y sedienta de nueva plenitud. Las damas de los dos cuadros no eran la de Alba, ni la maja; era la concupiscencia insaciable, con su sorda felicidad y sus peligros. 



   Terminadas las pinturas, Cayetana las contempló titubeante entre una y otra. La mujer vestida tenía otra cara comparada con la desnuda y ambas eran la suya y no lo eran. Luego dijo suspirando:-pero tan voluptuosa no soy en realidad-. Esa tarde, colocaron las dos pinturas en la pared, la maja vestida delante de la desnuda, protegiéndola de miradas indiscretas. Goya había competido con Velázquez; esta era su propia dama desnuda. Se había atrevido como su maestro a desafiar lo prohibido.

   Y ahora estaba yo, casi dos siglos después. Luego de atravesar la puerta de Goya del edificio Villanueva del museo del Prado absorbido por la muchedumbre de turistas, atravesando lentamente los inmensos salones y pasillos del museo; observaba con suma atención las valiosas obras de los maestros europeos de los siglos XVI al XIX, las escuelas pictóricas de España, Flandes e Italia amén de las de Francia, Alemania, Holanda e Inglaterra en menor número. La alta presencia de Goya, Velázquez, El Greco, Tiziano, Rubens, El Bosco, Murillo, Rivera, Zurbarán, Rafael, Veronese, Tintoretto, Van Dick. Había de todo: pinturas, esculturas, dibujos, grabados. El palacio-museo debía su origen a la afición coleccionista de los reyes de España a lo largo de varios siglos. Reflejaba los gustos personales de las dinastías gobernantes y burgueses adinerados; muchas obras fueron creadas por encargo. Era una colección asimétrica e intensa. Sin embargo, mis ojos y mi corazón  buscaban ansiosamente esa pintura de la enigmática mujer quien me había traído desde ultramar. Conocía la historia por las lecturas y la película rusa; algo del pintor aragonés me inquietaba… y el milagro apareció: Estaba allí, frente a mí. Eran dos cuadros: la maja vestida y la desnuda; discretamente separados de las otras obras, para un mejor goce del iniciado. Un torbellino humano revoloteaba en torno de las dos pinturas. Fijé mi vista en el retrato de la mujer desnuda: su cabello negro, los brazos hacia atrás sobre el cuello, la figura delicada con las carnes precisas, de estrecha cintura y amplia pelvis, los pechos separados y el vientre desolado. En su rostro se insinuaba una sonrisa y su mirada dirigida al espectador, enigmática. Había en todo ello algo tornasolado, flotante. Doña Cayetana y sus treinta y un nombres, como correspondía a su estirpe: María del Pilar, Teresa, Cayetana, Felicia, Luisa, Catalina, Antonia, Isabel y todos los demás; duquesa de Alba, inmortalizada como maja por su amante, el Primer Pintor de Cámara del rey Carlos IV: Don Francisco de Goya y Lucientes.

  De pronto y por un instante, como si el tiempo se hubiese detenido, desapareció el murmullo y el salón quedó semivacío. A mi diestra, un señor gordo y panzudo, de nariz carnosa y cara leonina, proyectó su labio inferior hacia adelante e impávido dijo algo, refiriéndose a los retratos, la sentencia  se escuchó en todo el ambiente del museo: -¡Elle est chatoyante!



Oscar Sakanamboy

Comentarios

Entradas populares de este blog

Reseña histórica del cerro de las Tres Cruces de Popayán

Dos poemas de Enrique Buenaventura

De Federico García Lorca, un fragmento de Poeta en Nueva York

Los cafés de Popayán y de mis viajes