El pecado de ser original. Una semblanza de Simón Rodríguez

Una semblanza de Simón Rodríguez





      En América Latina, las esta­tuas que faltan son casi tantas como las estatuas que sobran. Una de las que faltan, o por lo menos escasean, es la de don Simón Rodríguez, llamado “El loco”. Este personaje de la primera mitad del siglo X1X parece de la semana pasada. Por ser digno de tanta memoria, ha sido condenado al olvido el hombre que cometió el imperdonable pecado de ser ori­ginal.

“Usted, maestro mío, me enseñó la libertad. Usted ha formado mi co­razón para lo grande y lo hermoso”, le escribió el otro Simón, Simón Bolívar. A fines del siglo XVIII, los dos Simones cabalgaban por la llanura venezolana. Antes de dormir bajo los árboles, don Simón tomaba la lección al jo­ven Bolívar. En 1797, en el puer­to de La Guayra, Bolívar  despidió a su maestro, que se marchó, disfrazado y con otro nombre, al exi­lio en Europa. La primera conjura por la independencia había fracasado y los amigos de don Simón se ba­lanceaban en las horcas de la Plaza Mayor de Caracas.

Simón Rodríguez
Un cuarto de siglo anduvo den Simón al otro lado de la mar. En Europa, fue amigo de los socialistas de París, Londres y Ginebra; trabajó con los tipógrafos de Roma y químicos de Viena, y hasta enseñó primeras letras en un pueblito de la estepa rusa. En 1805, en el Monte Sacro de Roma, Simón Rodríguez y Simón Bolívar juraron la libertad de América, en solemne ceremonia que provocó risitas y estupores en los italianos que pasaban por ahí. Bolívar que había viajado a Europa para visitar a su maestro, regresó a Ve­nezuela. Desde allí, emprendió la guerra.

Cuando España ya ha­bía sido derrotada en los campos de batalla, don Simón Rodríguez vol­vió del exilio. Bolívar lo envió a la ciudad de Chuquisaca para que or­ganizara el nuevo sistema educativo en un país recién nacido que fue llamado Boli­via en homenaje al Libertador.

Aquello desató un escándalo. Don Simón puso en práctica sus ideas con tres mil niños, mil de los cuales habían sido recogidos en las calles. La escuela modelo de Chu­quisaca, escuela-taller, desarrolló algo así como un plan piloto de lo que podría ser la educación de la li­bertad en América del Sur. En una escala hasta entonces imposible, don Simón pudo traducir su proyecto en actos:

‘Enseñar es enseñar a pensar. Mandar recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer papagayos... Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limita­dos, ni a la costumbre, como los es­túpidos.”

Chillaron las beatas, graznaron los doctores, aullaron los perros. Este loco estaba mezclando a los ni­ños de mejor cuna con los náufra­gos de la calle, y también mezclaba a los niños con las niñas. Ricos y po­bres, machos y hembras, se sentaban todos juntos, pegoteados, y para col­mo estudiaban jugando. En las aulas no se escuchaba el catecismo ni los latines de sacristía ni las reglas de gramática sino un estrépito de cierras y martillos, insoportables a los  oídos de frailes y leguleyos educados en el desprecio del trabajo manual:

“los barones deben aprender los tres oficios albañilería carpintería y herrería, porque con tierras maderas y metales se hacen las cosas más necesarias . Se ha de dar instrucción y oficio a las mujeres, para que no se prostituyan por necesidad , ni hagan del matrimonia una especulación para asegurar su subsistencia”.
Rúbrica de Simón Rodríguez, maestro de Simón Bolívar

El prefecto de Chuquisaca enca­bezó la campaña contra este sátiro que había venido a corromper “la moral de la juventud”. Y al poco tiempo, el mariscal Sucre, presiden­te de Bolivia, exigió a don Simón Rodríguez la renuncia, porque no había presentado sus cuentas con la debida puntillosidad. ni había cum­plido en fecha con otros requisitos burocráticos. Don Simón se fue y, entonces, los dueños del poder echaron un suspiro de alivio y pu­dieron destinar los dineros de la educación pública a la fundación de casas de misericordia y de institutos de caligrafía  para el bello sexo.

Corría el año 1826. El expulsado inicio una peregrinación de treinta años a lo largo de la cordillera de los Andes. Siempre a lomo de mula, pobre y porfiado como una mula , levantando polvo por los caminos de América:

“No quiero parecerme a los árboles que echan raíces. Quiero ser viento.”

Por donde pasaba fundaba escuelas y fabricas de velas y de jabones para financiar las escuelas. Este viejo vagabundo, calvo y feo y ba­rrigón, curtido por los soles, lleva­ba a cuestas un baúl lleno de manus­critos condenados por la absoluta falta de dinero y de lectores. Ropa no car­gaba. No tenía más que  la puesta.

Bolívar jamás recibió ninguna de las cartas que don Simón le envío. En 1830, mientras en Bogotá quemaban la efigie del Libertador en las calles, y en Caracas lo declaraban oficialmen­te “enemigo de Venezuela”, don Simón Rodríguez publicaba un en­cendido panfleto en su defensa. Bolívar murió si saberlo; y casi nadie se enteró. La revolución de Independencia había sido secuestrada por los mercaderes y los traidores, y don Simón predicaba en el desierto:
“¿Dónde iremos a buscar modelos? –clamaba - . Somos independientes, pero no libres”.

Lo llamaban el loco. Casi nadie lo escuchaba, nadie le creía. La gente apretaba los dientes para no reírse , cuando lanzaba sus peroratas sobre el trágico destino de estas tierras hispanoamericanas:

 “Estamos ciegos, ¡ciegos!”

Los ideólogos del poder exalta­ban las virtudes del papagayo. En aquel entonces, como ahora, se re­compensaba a quien sabía copiar y se maldecía a quien quería crear. Don Simón iba de pueblo en pue­blo, de ciudad en ciudad, en las montañas andinas y las costas del Océano Pacífico, increpando a quie­nes mandaban:

“Vean la Europa, cómo inventa, y vean nuestra América, cómo imi­ta. La América no debe imitar servil­mente, sino ser original. ¡Imiten la originalidad, ya que tratan de imi­tar todo!”

Incapaces de voz propia, los due­ños del poder sólo podían pronunciar ecos. Economía de importación, cul­tura de importación: consumiendo productos británicos, simulaban ser ingleses; recitando en francés, simu­laban ser franceses. En 1851, don Simón seguía sembrando escándalos:

Estatua ecuestre de Simón Bolívar en Popayán
En Latacunga, en Ecuador, propuso al rector del colegio mayor que enseñara física en lugar de teología, que le­vantara una fábrica de loza y otra de vidrio, y que implantara maestranzas de albañilería, carpintería y herrería. Y, para colmo, propuso también que la lengua indígena, el quechua, susti­tuyera al latín.

“En lugar de pensar en medos, en persas, en egipcios, pensemos en los indios. Más cuenta nos tiene entender a un indio que a Ovidio. Emprenda su escuela con indios, señor rector.”

De vez en cuando, los grandes hacendados contrataban a don Simón como maestro de sus hijos, a cambio del tabaco la comida, pero poco le duraban los empleos. Lo te­nían por judío, porque iba regando -, hijos por donde pasaba y no los bau­tizaba con nombres de santos cató­licos, sino que los llamaba Zanaho­ria, Papa, Choclo, Zapallo y otras herejías. Y se rumoraba que una de sus escuelas, la de Concepción, en Chile, había sido arrasada por un te­rremoto que Dios había enviado porque don Simón enseñaba anato­mía paseándose en cueros ante los  alumnos. “El loco” había cambiado tres veces de apellido y decía que había nacido en Caracas, en Filadelfia o en Sanlúcar de Barrameda:

“No soy vaca para tener queren­cia. Nada me importa el rincón don­de me parió mi madre. Mi patria es el mundo, y todos los hombres son mis compañeros de infortunio”.

Estaba cada día más solo. El más audaz, el más querible de los pen­sadores de América, cada día más solo. A los ochenta años escribió:

“Yo quise hacer de la tierra un pa­raíso para todos. La hice un infier­no para mi”.

En 1854, en el pueblo peruano de Amotape, cayó enfermo. Un testigo contó que apenas don Simón vio que entraba el cura, lo hizo sentarse en una silla, se acomodé en la cama y le echó “algo así como una diser­tación materialista”. El sacerdote, estupefacto, no consiguió inte­rrumpirlo. Don Simón concluyó su discurso, se desplomó y murió.

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