El pecado de ser original. Una semblanza de Simón Rodríguez
Una semblanza de Simón Rodríguez
Un cuarto de siglo
anduvo den Simón al otro lado de la mar. En Europa, fue amigo de los
socialistas de París, Londres y Ginebra; trabajó con los tipógrafos de Roma y
químicos de Viena, y hasta enseñó primeras letras en un pueblito de la estepa
rusa. En 1805, en el Monte Sacro de Roma, Simón Rodríguez y Simón Bolívar
juraron la libertad de América, en solemne ceremonia que provocó risitas y
estupores en los italianos que pasaban por ahí. Bolívar que había viajado a
Europa para visitar a su maestro, regresó a Venezuela. Desde allí, emprendió
la guerra.
En Latacunga, en Ecuador,
propuso al rector del colegio mayor que enseñara física en lugar de teología,
que levantara una fábrica de loza y otra de vidrio, y que implantara
maestranzas de albañilería, carpintería y herrería. Y, para colmo, propuso
también que la lengua indígena, el quechua, sustituyera al latín.
En América Latina, las estatuas que
faltan son casi tantas como las estatuas que sobran. Una de las que faltan, o
por lo menos escasean, es la de don Simón Rodríguez, llamado “El loco”. Este
personaje de la primera mitad del siglo X1X parece de la semana pasada. Por ser
digno de tanta memoria, ha sido condenado al olvido el hombre que cometió el
imperdonable pecado de ser original.
“Usted, maestro
mío, me enseñó la libertad. Usted ha formado mi corazón para lo grande y lo
hermoso”, le escribió el otro Simón, Simón Bolívar. A fines del siglo XVIII,
los dos Simones cabalgaban por la llanura venezolana. Antes de dormir bajo los
árboles, don Simón tomaba la lección al joven Bolívar. En 1797, en el puerto
de La Guayra, Bolívar despidió a su
maestro, que se marchó, disfrazado y con otro nombre, al exilio en Europa. La
primera conjura por la independencia había fracasado y los amigos de don Simón
se balanceaban en las horcas de la Plaza Mayor de Caracas.
Simón Rodríguez |
Cuando España ya había
sido derrotada en los campos de batalla, don Simón Rodríguez volvió del
exilio. Bolívar lo envió a la ciudad de Chuquisaca para que organizara el
nuevo sistema educativo en un país recién nacido que fue llamado Bolivia en
homenaje al Libertador.
Aquello desató un
escándalo. Don Simón puso en práctica sus ideas con tres mil niños, mil de los
cuales habían sido recogidos en las calles. La escuela modelo de Chuquisaca,
escuela-taller, desarrolló algo así como un plan piloto de lo que podría ser la
educación de la libertad en América del Sur. En una escala hasta entonces
imposible, don Simón pudo traducir su proyecto en actos:
‘Enseñar es enseñar
a pensar. Mandar recitar de memoria lo que no se entiende, es hacer
papagayos... Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el
porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbren a obedecer a la razón: no a
la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos.”
Chillaron las
beatas, graznaron los doctores, aullaron los perros. Este loco estaba
mezclando a los niños de mejor cuna con los náufragos de la calle, y también
mezclaba a los niños con las niñas. Ricos y pobres, machos y hembras, se
sentaban todos juntos, pegoteados, y para colmo estudiaban jugando. En las
aulas no se escuchaba el catecismo ni los latines de sacristía ni las reglas de
gramática sino un estrépito de cierras y martillos, insoportables a los oídos de frailes y leguleyos educados en el
desprecio del trabajo manual:
“los barones deben
aprender los tres oficios albañilería carpintería y herrería, porque con
tierras maderas y metales se hacen las cosas más necesarias . Se ha de dar
instrucción y oficio a las mujeres, para que no se prostituyan por necesidad ,
ni hagan del matrimonia una especulación para asegurar su subsistencia”.
El prefecto de
Chuquisaca encabezó la campaña contra este sátiro que había venido a corromper
“la moral de la juventud”. Y al poco tiempo, el mariscal Sucre, presidente de
Bolivia, exigió a don Simón Rodríguez la renuncia, porque no había presentado
sus cuentas con la debida puntillosidad. ni había cumplido en fecha con otros
requisitos burocráticos. Don Simón se fue y, entonces, los dueños del poder
echaron un suspiro de alivio y pudieron destinar los dineros de la educación
pública a la fundación de casas de misericordia y de institutos de
caligrafía para el bello sexo.
Corría el año 1826.
El expulsado inicio una peregrinación de treinta años a lo largo de la
cordillera de los Andes. Siempre a lomo de mula, pobre y porfiado como una
mula , levantando polvo por los caminos de América:
“No quiero
parecerme a los árboles que echan raíces. Quiero ser viento.”
Por donde pasaba
fundaba escuelas y fabricas de velas y de jabones para financiar las escuelas.
Este viejo vagabundo, calvo y feo y barrigón, curtido por los soles, llevaba
a cuestas un baúl lleno de manuscritos condenados por la absoluta falta de
dinero y de lectores. Ropa no cargaba. No tenía más que la puesta.
Bolívar jamás
recibió ninguna de las cartas que don Simón le envío. En 1830, mientras en
Bogotá quemaban la efigie del Libertador en las calles, y en Caracas lo
declaraban oficialmente “enemigo de Venezuela”, don Simón Rodríguez publicaba
un encendido panfleto en su defensa. Bolívar murió si saberlo; y casi nadie se
enteró. La revolución de Independencia había sido secuestrada por los
mercaderes y los traidores, y don Simón predicaba en el desierto:
“¿Dónde iremos a
buscar modelos? –clamaba - . Somos independientes, pero no libres”.
Lo llamaban el
loco. Casi nadie lo escuchaba, nadie le creía. La gente apretaba los dientes
para no reírse , cuando lanzaba sus peroratas sobre el trágico destino de estas
tierras hispanoamericanas:
“Estamos ciegos, ¡ciegos!”
Los ideólogos del
poder exaltaban las virtudes del papagayo. En aquel entonces, como ahora, se
recompensaba a quien sabía copiar y se maldecía a quien quería crear. Don
Simón iba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, en las montañas andinas y
las costas del Océano Pacífico, increpando a quienes mandaban:
“Vean la Europa,
cómo inventa, y vean nuestra América, cómo imita. La América no debe imitar
servilmente, sino ser original. ¡Imiten la originalidad, ya que tratan de imitar
todo!”
Incapaces de voz
propia, los dueños del poder sólo podían pronunciar ecos. Economía de
importación, cultura de importación: consumiendo productos británicos,
simulaban ser ingleses; recitando en francés, simulaban ser franceses. En 1851,
don Simón seguía sembrando escándalos:
Estatua ecuestre de Simón Bolívar en Popayán |
“En lugar de pensar
en medos, en persas, en egipcios, pensemos en los indios. Más cuenta nos tiene
entender a un indio que a Ovidio. Emprenda su escuela con indios, señor
rector.”
De vez en cuando,
los grandes hacendados contrataban a don Simón como maestro de sus hijos, a
cambio del tabaco la comida, pero poco le duraban los empleos. Lo tenían por
judío, porque iba regando -, hijos por donde pasaba y no los bautizaba con
nombres de santos católicos, sino que los llamaba Zanahoria, Papa, Choclo,
Zapallo y otras herejías. Y se rumoraba que una de sus escuelas, la de
Concepción, en Chile, había sido arrasada por un terremoto que Dios había
enviado porque don Simón enseñaba anatomía paseándose en cueros ante los alumnos. “El loco” había
cambiado tres veces de apellido y decía que había nacido en Caracas, en
Filadelfia o en Sanlúcar de Barrameda:
“No soy vaca para
tener querencia. Nada me importa el rincón donde me parió mi madre. Mi patria
es el mundo, y todos los hombres son mis compañeros de infortunio”.
Estaba cada día más
solo. El más audaz, el más querible de los pensadores de América, cada día más
solo. A los ochenta años escribió:
“Yo quise hacer de
la tierra un paraíso para todos. La hice un infierno para mi”.
En 1854, en el
pueblo peruano de Amotape, cayó enfermo. Un testigo contó que apenas don Simón
vio que entraba el cura, lo hizo sentarse en una silla, se acomodé en la cama y
le echó “algo así como una disertación materialista”. El sacerdote,
estupefacto, no consiguió interrumpirlo. Don Simón concluyó su discurso, se
desplomó y murió.
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