La casita del Colibrí

Mario Delgado


Como lo había dicho sabiamente el botánico Richard Evans Schultes en 1937, al igual que los cristianos  que absorben el espíritu de Dios por medio del pan y el vino sacramentales, los indígenas en América hacen lo mismo con sus plantas sagradas desde hace mucho tiempo.

En 1990 asistí a un ritual con el San Pedro (Trichocereus pachanoi), una de las plantas sagradas del norte de los Andes. Lo hice en compañía de amigos en tiempo de verano en una casa donde el valle de Atriz termina y empieza a encañonarse el río Pasto en su destino hacia el Patía. Una casa pequeña con historias maravillosas de despertares. La llamábamos La casita del colibrí. Ésta fue mi experiencia, mi memoria y espejo.



Todo estaba listo. La mesa en la esquina con la copa ritual y una serie de amuletos y cuarzos. La penumbra de las velas dominaba la habitación y un olor a eucalipto y al agua de varias hierbas se esparcía por los rincones. Las figuras abrigadas estaban inquietas. Las esteras y los colchones rodeaban la mesa y poco a poco el silencio tomó el lugar de la charla insulsa y nerviosa. Un collar de cuentas y chaquiras rodeaba el cuello largo del Javier y su prominente manzana de Adán.

Afuera la luna iluminaba el paisaje que rodeaba la casita del colibrí. La mole del volcán Galeras era un gran espectro azul y las hojas del capulí cercano se movían murmurantes con la brisa de tierra caliente que subía desde el cañón del río Pasto. El rumor de una quebrada subía empujado por la luz lunar.


El cactus del San Pedro florecido


El líquido estaba amargo y producía nauseas. Un sabor vegetal se deslizaba lento hacia el estómago. Cada quién regresaba a su lugar de supuesto abrigo y reposo. La suerte estaba echada y ya no había vuelta. El viaje comenzaba esa lejana noche de verano.

La conversación se animaba después de todos haber tomado el líquido. Eran otra vez los muchachos en una travesura colegial. Todavía eran cinco los sentidos y el sentido común era el que permitía la conversación en los deliciosos giros pastusos. Había varios cocuyos  de Pielroja en la penumbra.

Luego fue la expiación. Ortiga brava sobre las espaldas desnudas. Y de súbito mis manos eran otras, verdes como una hoja al trasluz; transparentes, las venas llevaban savia y del cercano volcán llegaban ruidos de vórtice que antes no se escuchaban. Mi espalda empezó a arder abrasada. Cerré los ojos y grandes orugas rosadas eran las que caminaban sobre ella. No era una buena visión y con esfuerzo los abrí para mirar al grupo que cada vez se ensimismaba más. Sin embargo, los párpados verdes se cerraban. En un cielo gris lunar, una inmensa águila pétrea vista en perspectiva desde su pedestal y con una serpiente de amplia boca en sus garras se disparaban hacia un vacío superior. Me maravillé de lo que veía y quería comentarlo pero no podía hablar. Abría la boca y mil bocas aparecían dentro de ella.

En el cuarto de baño de la casita me vi al espejo. Los ojos eran de reptil, casi con las pupilas verticales. La mirada era vieja, muy vieja. La barba perfilada, el rostro aguzado y retrocedido a un abismo en el tiempo. El rostro era fascinante pero me alteró de tal manera que no pude estar mucho rato frente a mi o frente a mi pasado más lejano.

Los rumores del Galeras fueron audibles y un deseo violento de salir y mirar la noche me lanzó hacia la puerta. Alguien, entre la hierba, estaba mirando embelesado al cielo nocturno del trópico. Los árboles de capulí tenían sus hojas con ojos que hablaban entre si con un murmullo de muchas voces. Todo lo vegetal era más animal. ¿Hablaban de mí? ¿Querían tocarme? ¿Me llamaban?

Había aguardiente. Un trago puso color a las cosas. Sentía la masa vegetal que avanzaba lentamente por mis intestinos.

Frío del amanecer. Los cuerpos estaban entrelazados en una maraña de lianas enredadas. La maraña se sacudía como un todo, gemía, se acomodaba, como movida por un gran cerebro. Las lianas de madera del tótem que talló el Javier en la casa del colibrí era una remembranza de esa noche y de otras semejantes.

Tenía hambre y la piel muy sensible. Había una película sobre ella. Al cerrar los ojos todavía miraba los destellos de colores.

El camino de regreso corría paralelo a la vía a Nariño; las planicies suaves caían en los abismos pétreos. El camino era veredal y a cada lado se mecían árboles y flores.

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