Vuelta a Thessaloniki, noviembre 2016


Mario Delgado

No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad irá en ti siempre. Volverás
a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez;
en la misma casa encanecerás.


Kavafis

No con cierta aprehensión tomé ese vuelo de Barcelona a Thessaloniki. Ser colombiano implica que se arrastre consigo una carpeta con los posibles papeles que puedan pedir en los controles de la inmigración, aunque estaba consciente que la restricción para el turismo a los nacionales por la zona común europea se había logrado quitar dos años antes. Por eso, andar con una carpeta ante las ventanillas de inmigración parece ser algo estrafalario, pero este es uno de los signos, de los estigmas que arrastra la colombianidad por el mundo.

En Atenas, en el aeropuerto Venizelos, llegué sin problemas en la sala de embarque esperando el vuelo al norte de Grecia. Me distraje tratando de identificar las palabras del griego que había aprendido en el curso intensivo que tome el año anterior, recordando algunas, y observando las posturas y la familiaridad que adoptan los griegos en los vuelos domésticos. Ya en el aeropuerto de Macedonia, pasé sin controles de ningún tipo y recordé el camino a la parada de los buses al centro de la ciudad, incluso ayudé a otro turista al explicarle el costo diferencial del tiquete y la ubicación de la caseta para su venta. El bus, atestado como siempre en Thessaloniki, contaba con un borracho que hacía reír a un grupo de adolescentes y que contagió a buena parte de los pasajeros.

Mi viaje a Grecia no solo era para clausurar la cuenta bancaria en el banco Piraeus donde había dejado un remanente de euros de mi pasada estadía como profesor visitante de Erasmus, sino quería volver  a sentir la sensación de extrañeza y soledad que me acompañó los primeros días en la vieja ciudad, con sus letreros en los caracteres que no lograba identificar; no contaba entonces con la destreza de identificar las señales en alfabeto griego en las calles, buses y negocios. Era entonces una ciudad extraña, oriental y occidental a la vez, cuyos  hombres encanecían temprano y las mujeres, eran helenas que tenían ojos de colores nunca vistos antes, ojos que recordaban aventuras por lejanos mares.

Esa sensación de extrañeza y soledad quería, de una manera muy íntima, repetirla. Pero ya en otro modo más turístico, quería ver sus naranjos bordeando las calles cargadas de historia del centro, la bahía, su pasado romano, el malecón y si el clima lo permitía, mirar a la distancia la lejana presencia del monte Olimpo, allende el mar, y su huella de viejos tiempos y viejos dioses.


Una calleja céntrica de Thessaloniki


Thessaloniki es una ciudad del oriente europeo con nombre de mujer, que ha vivido la miseria de las dos grandes guerras modernas y que se ha levantado después de un gran incendio en la década del veinte del siglo pasado. La larga presencia otomana no se puede disimular con el ingreso de Grecia a la Unión Europea, pues quedan huellas en sus calles, en sus cocinas y cafés, en los minaretes construidos a lado y lado del gran templo romano de la Rotonda.

Eran unos días con el frío soportable de fines de noviembre ayudaron a recorrer hasta la el cansancio sus calles y cafés. Por esos días, se abrían las puertas de monumentos y casas emblemáticas en un programa de puertas abiertas, el Open House Thessaloniki. Con mi casera fuimos al museo de Ataturk, el líder turco que nació en la ciudad. El logo promocional de la Open House era una casa en simples líneas con su techo abierto, que mostraba la creatividad en el diseño que impera en la ciudad, con sus cafés magníficos y bien atendidos, de sus rincones y esquinas con pequeñas iglesias ortodoxas, enluciéndose para la cercana temporada de la navidad. 

Paseamos después por su largo y viejo muelle, prolongado en su parte moderna con jardines y parques, con historias conservadas en monumentos pequeños, escondidos entre la vegetación mediterránea. El otoño en Thessaloniki levantaba reminiscencias del mar, como pequeñas sensaciones volátiles, sabores, aromas, palabras alguna vez escuchadas, signos primitivos. 

¿Qué hace que ciertas cosas te lleven a un deja vu? Olores, sensaciones momentáneas...una ráfaga de pasado te llega entonces, pero una ráfaga ancestral, primigenia, vidas que has hecho antes, quizás. Vidas perdidas, con huellas vívidas por un instante y luego borrosas como una fotografía que envejece. 

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