Las memorias de Umberto Eco

 

Entrevista en La Jornada por Hans-Ulrich Obrist

El filósofo, ensayista, narrador y semiólogo Umberto Eco (Alessandria, 1932-2016) es uno de los escritores italianos más destacados después de la mitad del siglo XX, autor, entre otros títulos, de las novelas ‘El nombre de la rosa’ y ‘El péndulo de Foucault’, así como de los ensayos ‘Obra abierta’ y ‘Apocalípticos e integrados’. 

La presente entrevista, hasta ahora inédita en español, ocurrió en 2015, dentro del marco de la Bienal de Arte de Venecia. En ella, el célebre narrador aborda, desde diferentes ángulos y temas, la grave crisis de la memoria –tanto pública como privada– que afronta la sociedad actual.


Umberto Eco. Juan M Espinosa/EPA



– Me gustaría iniciar con una pregunta sobre la memoria. Unos meses antes de publicar su último ensayo, “El fin de la cultura”, Eric Hobsbawm me insistió que “protestara contra el olvido”. Añadió que en la era digital –en la que cada vez hay más información– la memoria es necesaria, porque la amnesia está en el corazón de este progreso. Usted habló de tres tipos de memoria: orgánica, mineral y vegetal. Quisiera pedirle que las explicara.

–Fue un juego para dar título a uno de mis libros. La memoria vegetal pertenece a los libros. La memoria orgánica es la de nuestro cerebro. Y luego está la memoria mineral, la del silicio: la memoria electrónica. En este caso, la mía era una polémica en defensa del libro cuando se comenzaba a hablar de la desaparición del papel impreso. Pero el problema de la memoria –que hoy parece especialmente preocupante– ya había sido anticipado en los años cincuenta por Isaac Asimov, el gran narrador de literatura fantástica, que imaginó una sociedad completamente dominada por las computadoras. En un relato titulado “La sensación de poder” narra que, durante un suceso bélico, un blackout congela todas las computadoras, y unos agentes de espionaje consiguen localizar a la única persona en el mundo que todavía sabe de memoria las tablas de multiplicar. Esta persona fue inmediatamente capturada por el Pentágono, porque era la única que podía permitir que la guerra continuara y los enemigos fueran derrotados. Se trata de un texto profético. La gente ya no puede realizar cálculos mentalmente, porque está acostumbrada a pulsar un botón, y esto acabará por atrofiar el órgano de la memoria entre los más jóvenes. Es algo que se puede constatar a cada momento. Mis colegas me dicen que a estas alturas los estudiantes de la última generación, después de tomar media hora de clase, ya no pueden recordar lo que se comentó a menos que hayan tomado nota: ya no recuerdan nada. Hace algún tiempo, en una carta a un sobrino imaginario, entre los consejos que le daba para afrontar el futuro estaba el que también le daría a una persona mayor para evitar el Alzheimer: aprenderse un poema de memoria todos los días para mantener en buena forma este órgano fundamental.


Memoria semántica, memoria episódica

–También está la memoria afectiva, que me lleva a uno de sus libros que más prefiero, La misteriosa llama de la reina Loana, que igualmente aborda el tema de la memoria y su pérdida. ¿Podría hablarme de cómo nació este libro?


–Siempre me había fascinado el título de una historieta que leí de niño, La misteriosa llama de la reina Loana. Por cierto, es una historieta estadunidense de Lyman Young, pero no se llama de ese mismo modo en la edición original; fue la editorial italiana la que inventó ese título. De ahí nació la idea de hacer un libro que me permitiría repasar todos los recuerdos de mi niñez: los ejemplares de historietas, los discos, los libros... Todos los objetos que tenía en casa, porque más tarde pasé a la edad adulta tratando de rescatar las cosas de la infancia que había perdido. Recuperé todos los libros del colegio que habían acabado quién sabe dónde. En ese momento comencé a plantearme el problema de la memoria, porque el protagonista del libro es víctima de la amnesia. 

Después de investigar un poco, me di cuenta de que hay dos tipos de memoria: una es la memoria semántica, que se refiere a las nociones que tenemos sobre el universo, y la otra es la memoria episódica, que concierne a nuestra vida personal. Ahora bien, se han documentado casos de personas que conservaron su memoria semántica y perdieron la episódica. Sabían quién era Napoleón pero no quién era su madre. Sobre esta base mínima emprendí los primeros capítulos con el personaje que pierde la memoria, y se los envié a una amiga que trabaja este tipo de padecimientos en el MIT [Massachusetts Institute of Technology], preguntándole: “¿Estoy equivocado?” Y ella respondió: “No, yo misma he tenido pacientes más o menos en esta situación.” De hecho, el libro fue citado en alguna ocasión por Oliver Sacks, a quien a su vez yo cité. Parece que reconstruí bastante bien esta oscilación entre la memoria pública y la memoria privada. Por qué perdemos más fácilmente la memoria personal que la pública, no puedo decirlo, depende de alguna estructura de nuestro cerebro. De ahí nació la idea del libro acerca de que es posible reconstruir la memoria privada a través de porciones de la memoria pública. En cierto modo, La misteriosa llama de la reina Loana es una novela antiProust, ya que reconstruye la memoria a partir de objetos externos y no de recuerdos internos. Pero la memoria también funciona de este modo.



–Hábleme del uso de ilustraciones en su novela.

–Durante mi adolescencia el mundo entero leía novelas ilustradas. En Italia, todos los libros de aventuras –los de Salgari pero también los de Dumas– eran libros ilustrados. Y esto desde el siglo XIX: Alicia en el país de las maravillas y Las aventuras de Pinocho nacieron ilustrados. En algún momento, ignoro cuándo, esto decreció. En el siglo XX –no sé si por razones económicas o porque entretanto llegaron el cine y la fotografía– la novela dejó de ilustrarse. Así que me dije: “¿Por qué no?” Hice una novela ilustrada y no me quedé ahí, porque la siguiente novela, El cementerio de Praga, también está ilustrada, aunque de otra manera. A La misteriosa llama de la reina Loana la ilustré porque tenía que traer a la memoria –no sólo del protagonista sino también del lector– imágenes que pertenecían al pasado de quién sabe cuántos lectores. En El cementerio de Praga, en cambio, encontrar imágenes de la época de una novela decimonónica tenía un sentido estético: fue muy divertido, porque tuve que ir a buscar imágenes en libros del siglo XIX que pudieran referirse a lo que yo había escrito independientemente de ellos. Creo que conseguí encontrarlas. En el segundo caso fue una rareza; en el primero, una necesidad narrativa. Es un libro multimedia.



La memoriosa identidad

–Etel Adnan, artista y poetisa libanesa que vive en París y ronda los noventa años [murió en 2021], acaba de publicar un largo poema sobre la niebla. A usted también parece interesarle mucho la niebla. ¿Tiene que ver con la memoria?

–Siempre me ha gustado la niebla porque nací en una ciudad dominada por la neblina, Alejandría, la que, comparada con Londres, sería como Hawai. Pero para mí la niebla no significa el extravío de la memoria; la niebla es la pérdida de la visión, es una gran llamada a la interioridad. Caminar entre la neblina es como vivir con uno mismo, eliminar a los demás. Así que, para mí, no tiene nada que ver con la amnesia, aunque en ciertos textos se menciona la niebla como fumifugium, algo que llega a oscurecer incluso a la memoria. Desde mi perspectiva, la niebla es un gran detonante intelectual. Para [la editorial] Einaudi he editado, junto con Remo Ceserani, una antología de textos literarios sobre la niebla, que esperamos sea lo más completa posible. Hoy, en Europa, resulta muy urgente abordar el tema de la memoria relacionada con la identidad. Mi amigo Édouard Glissant, el filósofo visionario que desarrolló el concepto de criollización, insistía en la necesidad de la tolerancia y argumentaba que, en muchas ocasiones, la memoria puede concebirse como algo estático, nunca dinámico, y, en este sentido, se convierte en algo que impide la tolerancia. Memoria e identidad... Nosotros, en la medida en que podemos decir “yo”, somos nuestra memoria. Es decir, la memoria es el alma. Si uno pierde totalmente la memoria, se convierte en un vegetal y deja de poseer un alma. Incluso desde el punto de vista de un creyente, no creo que el infierno tenga algún sentido si uno va allí sin memoria. El sufrimiento debe recordarnos constantemente el mal que hemos infringido a otros. 

El Paraíso –ya nos lo explicó Dante– es la memoria de todo, incluso el total de lo que hemos leído y sabemos. Somos nuestra memoria. Esto hace que nuestra vida sea fascinante, porque a medida que avanzamos, a medida que nos hacemos mayores, recuperamos viejos recuerdos. Ahora rememoro cosas de mi infancia que antes no recordaba: de ese modo, con los años, crece el acervo de nuestra memoria, es decir, cuanto más viejos nos hacemos, más alma tenemos, y, de hecho, tenemos más alma que un niño de seis meses. Por lo tanto, la memoria es identidad, pero del mismo modo que la memoria colectiva también es una identidad colectiva. No podemos hablar de Europa y sentirnos europeos si no somos capaces de reconstituir continuamente lo que ha sido la identidad europea. 

Cuando vemos a vulgares negacionistas de Europa, como el señor [Matteo] Salvini, se trata simplemente de una deficiencia cultural: ignora lo que fue Europa y, en consecuencia, no puede hablar de ella. Pobre hombre. Lo que compete a la memoria individual es, por ejemplo, la memoria vegetal de la biblioteca. El total de las bibliotecas representa el conjunto de la memoria de la humanidad. De ahí que el problema de la memoria colectiva esté ligado al problema de la lectura del libro, de la preservación de la identidad a través –desde los tiempos alejandrinos– del museo, de la biblioteca de Alejandría. Aquí radica la continuidad de la memoria. 

Volviendo al problema actual: también hay una pérdida de memoria colectiva. Yo cito continuamente un programa de televisión que se emite desde hace algunos meses. Se trata de una emisión muy divertida acerca de concursos y adivinanzas, al que, evidentemente, permiten participar a personas que antes fueron seleccionadas por su brillantez. Hubo un concurso en el que se preguntó en qué año se conocieron Hitler y Mussolini. Había cuatro respuestas: 1943, 1967, 1980 y 2005. Como es obvio que Hitler y Mussolini murieron en 1945, la única fecha era 1943. Ninguno de los concursantes mencionó la fecha correcta, incluso hicieron que los dictadores se conocieran en los años ochenta.

Así que estas personas –la mayoría entre veinte y treinta años, que supuestamente fueron seleccionadas porque eran medianamente inteligentes– habían perdido toda memoria histórica. Y eran cuatro o cinco, aunque ninguno acertó, excepto el último, porque sólo restaba ese año y no tuvo
más opción.



Memoria estática, memoria dinámica

–Ahora mismo, en Europa, dentro de ambientes reaccionarios, está muy de moda apropiarse del concepto de la memoria. Y es una memoria muy estática. El neurocientífico Israel Rosenfield mencionó que, en la neurociencia, la memoria es dinámica, nunca estática, porque no hay un lugar en el cerebro donde se localice la memoria: es un procedimiento del cerebro que se retrabaja todos los días. ¿Usted qué opina?

–Me interesan estos temas, pero no me atrevo a hablar de ellos porque no soy científico. Le diré que su pregunta me generó otra reflexión, aunque tal vez no sea la respuesta que usted esperaba. Hay una perpetuación del pasado típica de los grupos reaccionarios, porque buscan preservar la evocación de una época antigua, mientras que, en primera instancia, los grupos revolucionarios tienden a borrar la historia: “Olvidemos todo lo que había antes, empecemos de nuevo desde el principio.” Pensemos, por ejemplo, en los futuristas: “Matemos a la luz de la luna, reiniciemos todo y empecemos de cero.” Después se producen transformaciones, de modo que también los grupos revolucionarios se apropian –tarde o temprano– del pasado. Esto le ocurre a todo ser humano. Y, además, la memoria es selectiva. Eliminamos u olvidamos cosas que nos incomodan y recordamos otras que nos complacen, aunque las recordamos de forma extremadamente distorsionada. 

La neurociencia ya ha demostrado que la memoria nunca es el recuerdo de un hecho objetivo del pasado sino la evocación de un suceso que ya procesamos. Un grupo reaccionario recupera eventos que les resultan convenientes y un grupo revolucionario rescata hechos que solamente le sirven para reconstruirlos a su antojo. No sé si esto tiene algo que ver con el problema de la memoria estática o dinámica, excepto en el sentido que dije anteriormente acerca de que no existe una memoria objetiva, sino que se trata de una memoria que todo el tiempo reelaboramos. La memoria siempre está en movimiento. No es algo que nos permita ir al almacén y tomar algo tal como estaba allí –das Ding an sich, como una cosa en sí– sin que nadie lo haya modificado. Se trata de algo que hemos elaborado a lo largo de los años.


–En otro aspecto de la memoria, Walter Benjamin habló de que existe una amnesia extendida sobre el just past, el pasado reciente. Dan Graham dijo lo mismo. Muchos de los libros que usted escribió tratan acerca de la rememoración de siglos o décadas anteriores. En cambio, Número zero trata sobre la historia reciente de Italia.

–En realidad, estamos hablando de treinta años atrás... Desde hace mucho tiempo tenía una idea que se refería a redactar un diario y comencé por ahí. Entonces encontré un viejo texto en el sótano –en seguida lo descarté, aunque me gustaba–, que pertenecía al inicio de El péndulo de Foucault: “Esta mañana no goteó agua del grifo.” ¿Qué pasa si me despierto una mañana y no sale agua del grifo? Este era otro probable comienzo. Luego todo siguió solo. Una novela es como una pelota que pones en movimiento en una tabla inclinada: nosotros damos el primer golpe, pero después la pelota –dependiendo de la rugosidad de la tabla– va hacia donde quiere.


–El libro comienza con la frase “Only connect”, que pertenece a Regreso a Howards End, de E.M. Forster. ¿Es un homenaje?

–No es un homenaje a nada, porque Forster lo dijo en otro sentido, aunque me interesaba recoger esta frase.

–¿La cita está relacionada con la memoria?

–Se trata de una tergiversación ligada a la memoria. De ese libro sólo conservé esa frase que era muy importante para mí, pero que quizá no significa nada en la estructura del libro. “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”, todos estamos listos para citarlo, pero Proust también pudo comenzar de otra manera. Alguien dijo que podría parafrasearse como: “Mis padres siempre me prohibieron acostarme después de las once.”


–La idea de la cita nos lleva a otra famosa frase sobre la memoria y cómo se transmite nuestra herencia: “Somos como enanos en hombros de gigantes.”

–Se trata de un frase muy venerada que muchos creen que le pertenece a Newton, quien, efectivamente, la utilizó. En realidad, es varios siglos más antigua. Su origen se remonta a la Edad Media y algunos la atribuyen a Bernardo de Chartres. Resulta emblemático que haya surgido durante la Edad Media. Aparentemente era una época que no aceptaba el cambio, fiel a la revelación original; en cambio, a lo largo de los siglos realizó inmensas innovaciones, pero tuvo que fingir que no las producía. Ejemplo de ello resulta esta hermosa frase, deliciosamente hipócrita: “Somos como enanos en hombros de gigantes.” Los gigantes son mucho más importantes que nosotros, han visto muchas cosas, pero nosotros, al estar sobre sus hombros, vemos un poco más allá. Es una forma de decir que veneramos toda la acumulación de la memoria histórica y, sin embargo, nosotros le añadimos algo.


Protestar contra el olvido, protestar contra la muerte


–Ya sin padres ni madres, no existe la memoria. ¿En qué momento se suicidan los padres?

–Posiblemente, cuando ya nos transmitieron todo. Los padres, en el sentido de nuestros progenitores, mueren cuando terminan de contarnos todo lo que sabían y comienza n a pedirnos que les narremos algo. Recuerdo que mi padre se pasaba noches enteras leyendo mi tesis, que era sobre la filosofía de Tomás de Aquino y estaba llena de citas en latín; él no sabía latín, tampoco sabía nada de filosofía tomista, pero lo leía todo.

Ese fue el preciso momento en el que había terminado de narrarme su experiencia y buscaba que yo le contara algo. Sin embargo, murió poco después.


–Otra hipótesis sobre este tema pertenece a Panofsky, quien dijo que “el futuro se inventa con fragmentos del pasado”. ¿Qué opina al respecto?

–Son los tres éxtasis de la temporalidad de los que hablaba Heidegger: pasado, presente y futuro, pero de los que, reconozcámoslo, ya hablaba San Agustín. Somos seres temporales, vivimos en el tiempo y nunca sabremos exactamente qué es el tiempo. Pero, dentro de esta existencia en el tiempo, somos como el atleta que, para saltar hacia adelante, siempre debe dar un paso hacia atrás; si no da un paso hacia atrás, le resulta imposible saltar hacia delante. Por lo tanto, sin memoria no se proyecta el futuro.


–Algo de lo que todavía no hemos hablado es de las listas relacionadas con la memoria. En el Louvre pude ver su hermoso proyecto sobre los catálogos. Protestar contra el olvido es también protestar contra la muerte. ¿Podría hablarme un poco de la idea de la lista en su obra y de cómo está vinculada a la memoria?

—Una lista es una forma de recopilar todo lo que sabemos sobre algo sin vernos obligados a organizarlo. Luego vamos a explorar en el almacén de lo ya conocido y colocamos todo junto para ver si surge una nueva figura. La lista siempre me ha fascinado: incluso en mis escritos prerrománticos, sin darme cuenta, siempre había un gusto por la enumeración. ¿Qué función tiene la lista? Tiene la función opuesta o sustitutiva de la definición. Si sé a lo que corresponde alguna cosa, le doy una definición: un perro es, sin más, un cuadrúpedo. Si, en cambio, no puedo definirlo, elaboro una lista de sus propiedades. La primera de mis listas surgió con el catálogo de barcos que realizó Homero en la Ilíada. Como no consiguió expresar el tamaño, la fuerza y la inmensidad del ejército marítimo aqueo, compuso una lista de las naves. Y, desde entonces, al repasar todas mis novelas, no sólo pude verificar cuántas listas he elaborado sino que también logré percibir lo mucho que he disfrutado recopilando los catálogos de otros autores, dándome cuenta de que el recurso de la clasificación es muy frecuente en la historia de la literatura. Va de Homero a Rabelais, hasta los contemporáneos. Con motivo de la exposición en el Louvre, publiqué un libro titulado El vértigo de las listas, que es una antología de los distintos tipos de listas.





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