El mal menor ( Un relato electoral)

 



El mal menor

A Rafael Albán

Mario Delgado Noguera


Esa tarde por el firmamento de la ciudad blanca pasaban algunas nubes parsimoniosas que contrastaban con la agitación que se aposentaba en el Teatro Obrero. Eran cielos tranquilos que hacían pensar que la vida puede transcurrir fácilmente. Pero no, la decisión era difícil y definitiva, como elegir entre la vida y la muerte. La cuestión era apoyar al candidato que proponía desarrollar un proceso de paz con la guerrilla aunque fuera un conspicuo representante de la plutocracia dinástica colombiana y sus gobiernos de corte neoliberal, o no hacer nada y dejar pasar al representante de la casta terrateniente, de los narcotraficantes y los cristianos fundamentalistas. La misma disyuntiva se presentaría unos años después con un plebiscito que no debió ser, que en exceso de legitimidad se llevó a cabo sin una adecuada dirección y con un exceso de confianza..

La guerrilla más antigua del continente, había nacido sesenta o setenta años atrás en límites imprecisos éntrelos departamentos del Tolima y el Cauca, aunque sus orígenes eran más remotos, situados en la defensa y las luchas indígenas por sus tierras y, luego, en la de los campesinos y colonos por sus derechos políticos. Colombia es un país muy enfermo con la memoria perdida en la inmediatez y la mentira, con dolencias viejas, algunos aseguraban que es adicto a la violencia y con heridas que no sanan.

Zuluaga (Hoy en prisión) y Santos en un debate electoral en 2014 (Foto: BBC)



El recinto del Teatro Obrero estaba lleno, en su platea y balcones: sindicalistas, organizaciones campesinas, empleados, maestros, algunas organizaciones indígenas y estudiantiles. Pancartas de varios grupos colgaban del segundo piso. Alguna que otra arenga archiconocida. Todos volvían a reunirse después de limar asperezas y de una convocatoria amplia. Esperaban escuchar a los líderes: un exalcalde de Ibagué de corte progresista, luchador de siempre y variopintos dirigentes locales. Los discursos fueron vehementes; algunos como el del exalcalde, ilustraron a la audiencia sobre el tortuoso camino que él debió recorrer, cómo lo transitan los líderes demócratas y socialistas en Colombia, para defender su propia vida y promover sus ideas.

Los discursos, no solo las de ellos sino los de los oradores anteriores, terminaban en una invitación principal, que no era en ese entonces más que una vaga esperanza de tranquilidad de conciencias pero el comienzo de enfrentamientos y polémicas; había que hacer un sacrificio ahora, votando por el plutócrata, para no estar bajo el dominio del Gran hermano y sus tuiters malvados.

La mayoría de los asistentes se habían cruzado alguna vez en alguna protesta, mitin o marcha como se les dice en la actualidad. Conocían sus grupos, diferencias, odios y codicias que muchas veces los sostenían inmóviles como un ancla bien puesta, cuando justamente había que moverse, y que al mismo tiempo los dividían en prolongadas discusiones dando gabela a la derecha recalcitrante, unida y aviesa. Se decía que la izquierda en Colombia era escorpionosa en el sentido que cuando se veía atacada se hundía y se mataba a sí misma. Pero ahora estaban juntos aunque en sus pesares se mezclaran los sinsabores de sus aspiraciones y ambiciones personales e inconfesas, el grosero balance entre los egoísmos y el altruismo que cimentaba la lucha por los bienes comunes.

Aunque muchas soledades y tiempos atrás, principalmente bajo varias clases de banderas rojas, las discusiones fueran violentas, en esas circunstancias actuales, ninguna lo sería tanto como para que después de unos alcoholes, no se terminara en una confraternidad.

El cielo de la ciudad blanca permanecía tranquilo y apacible mientras la tarde moría. El calor sosegaba y la asamblea terminó; los corrillos salían del Teatro Obrero, las personas afines iban por un café o alguna cerveza para comentar los resultados y la decisión final de apoyar al candidato plutócrata.

Salí hacia el bar de la esquina, el más famoso del centro de la ciudad blanca, regentado por el mismo cantinero de siempre, que aunque se pintara el pelo para disimular el paso del tiempo, él y su local persistían como el emblema de los últimos bares donde se reúne gente variopinta, y que, en compañía de una copa de aguardiente o de ron, se pone a conversar y escuchar con nostalgia un añejo tango de Gardel, una canción de añoranza de la clásica Sonora Matancera, o, en un salto subcontinental, gracias a los gustos del dueño, a Palito Ortega o los Ángeles Negros. Allí, en la barra, estaba un amigo sindicalista con el que habíamos quedado a vernos después de la asamblea del teatro Obrero. Comentamos lo ocurrido, el buen discurso del exalcalde, coincidiendo en una especie de resignada esperanza,  en que lamenta e impajaritablemente había que votar por el oligarca.

Más alejados, en una esquina, compartiendo una botella de aguardiente cuyo contenido disminuía con rapidez, estaban dos viejos personajes de la izquierda local: reconocidos líderes envejecidos. A uno de ellos lo distinguía por ser muy activo en las redes sociales, pues colocaba con frecuencia letreros o memes que provocaban largas cadenas de polémicas coyunturales; allí estaban, copa viene y copa va. Mi amigo se acercó a su mesa, recortando con su sombra las figuras de ellos desdibujadas por la media luz que dominaba el bar. Conversó con los camaradas un rato, se tomó dos copas, brindó una tercera y regresó a la barra.

Le pregunté por ellos y me dijo, divertido:

-Están llorando-.

Estaban llorando entre copa y copa por la decisión que habían tomado, porque tendrían que votar en contra de sus principios vitoreados en discusiones y redes sociales, por quien no querían, porque decisiones como esas se hacen bajo el amparo del aguardiente, en fin, porque ese día, cuya tarde fuera tan apacible, no podía con esa decisión, terminar de otra manera. Con esa decisión, el país no podría ir hacia un cambio estructural como lo deseaban, sino que, en medio de los lagrimones, habían elegido uno de los tantos gobiernos dinásticos, que sin embargo, era el mal menor.

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