La calle de los encuentros ( Un relato optimista)
La
calle de los encuentros
Mario Delgado
La calle de los encuentros. O de los
desencuentros. Estaba en el centro de la ciudad, en el Centro Histórico
protegido como patrimonio cultural de la nación. A los clásicos habitantes de
la ciudad blanca les gustaba esa calle aunque en ocasiones la evitaran. Allí
estaban los variados cafés, algunos contaban con el desayuno común de los
colombianos: café, huevos en sus diferentes tipos de preparación y el acompañante
que varía según las regiones: pan, arepa, pan de yuca, pandebono, almojábana,
arepa e huevo. Otros, más sofisticados, ofrecían capuchinos, machiatos, croissants
o tortas, y algunos para gente alternativa, menjurjes de frutas y verduras, sanos,
caros y digestivos; solo unos pocos ofrecían algo para leer.
El Centro Histórico, de paredes blancas y
los hermosos techos de teja española, había atravesado una crisis habitacional
que se empezaba a remediar con algunas viejas casonas convertidas en hostales
para los gringos y europeos que ya llegaban a Colombia después del proceso de
paz de 2017; también había edificios gubernamentales que por fortuna respetaban
la arquitectura colonial y otros que aunque la fachada era conservada, en su
interior crecían conjuntos habitacionales construidos, con mayor o peor fortuna pues buena parte estaban hechos sin
planeación ni gusto. Así que en las tardes, cuando amainaba un poco el pavoroso
e incontrolable tráfico de motos, después del cambio de jornada en las universidades,
y cuando cerraban los trabajos en las oficinas de los gobiernos, había más
transeúntes que iban en compañía por algo a los cafés de la calle de los
encuentros.
A lo largo de esa vía se unían amigos y
enemigos; encuentros que no debían ser, o reencuentros. Si no se quería
encontrar con alguien indeseado, por ejemplo un escritor frustrado, un
desempleado crónico que no podía sostener su puesto de burócrata empoderado, o
un enemigo chismoso y maledicente, había que dar un rodeo, por calles donde
había mayor tráfico; el riesgo de ser atropellado por una moto, y el humo de
los escapes, hacía la travesía poco menos que imposible. Era el precio que se
debía pagar por evitar un mal encuentro en la calle de los encuentros.
El doctor Gómez había transitado muchos años
por la calle de los encuentros; le gustaba caminar, después de sus obligaciones
clínicas que con los años disminuían poco a poco, del Hospital al Centro
Histórico. Le gustaba, sin embargo, caminar rápidamente. Saludaba a pocos
conocidos y pasaba de largo hacia su apartamento.
En esa misma calle, en uno de sus
costados, el doctor Palazuelos, tenía su casa comprada por su familia dos
generaciones atrás y refaccionada con esmero, cumpliendo las normas del Centro
Histórico al contrario de los muchos
avivatos que quebrantaban el patrimonio de una manera mafiosa. Las habitaciones
de la casa quedaban atrás después de un jardín de geranios, y solo una sólida
puerta enmarcada en piedra labrada y con
aldaba forjada, afrontaba la ciudad.
Ambos médicos habían coincidido en los
sitios de trabajo, hospitales y clínicas, incluso Gómez había sido alumno de Palazuelos.
Ambos compartían también la profesión y especialidad, pero se habían
distanciado por los celos profesionales. Eso se decía en los corrillos. Al
principio se pensaba que la rencilla sería superficial y pasajera, pero no fue
así. En el ambiente académico de esa universidad provinciana, que a veces parecía
un claustro de monjes medievales, por ser un lugar pleno de intrigas, dimes y
diretes, donde los odios y la soberbia se reconcentraban, las peleas eran
frecuentes. Parecía que más importara la sobrevivencia darwiniana académica que
la educación de los muchachos y muchachas de pocos recursos que llegaban a la
universidad, en realidad, su razón de ser.
Pero la cuestión entre los galenos era de
mayores proporciones pues en una tarde sofocada con amenaza de lluvia según
varios testigos, ambos se habían insultado con fiereza después de cambiar un
par de frases reveladoras. Estaban entonces, como se decía, muy distanciados.
Los celos académicos provenían dela
ofuscación y recelo por las habilidades que había adquirido el doctor
Palazuelos en su estancia en Reino Unido. Había aprendido los tejemanejes de su especialidad con la más
moderna tecnología de la época y al parecer había dado una opinión contraria a
la del doctor Gómez, de quehacer más tradicional, en más de una ocasión en los
diagnósticos de los pacientes que a veces debían compartir.
Pero la vida, como dice la canción, la
vida te da sorpresas. Las enfermedades se hacen patentes o subrepticiamente
patentes. Gómez presentó una enfermedad de su propia y común especialidad de diagnóstico difícil y
debió recurrir a Palazuelos para tomar una conducta pues era necesario
seleccionar con prontitud un camino terapéutico a seguir.
Gómez era reticente a la operación, esa
era la conducta adecuada, pero había dudas, como casi siempre en el día a día
de los médicos.
El día del
encuentro, el aire se volvía denso con el peso de años de resentimientos y
rivalidades. La sala de espera de la clínica de Palazuelos parecía
empequeñecerse con cada minuto que pasaba antes de la cita. Cuando Gómez
ingresó, el ambiente se volvió aún más tenso.
La
conversación médica fue precisa y técnica, como si el lenguaje clínico actuara
como un escudo contra las emociones no resueltas. Gómez, con una mirada a veces
distraída, escuchó atentamente mientras Palazuelos explicaba las opciones del
tratamiento quirúrgico con paciencia y profesionalismo; presentó evidencia y
estudios actuales que respaldaban su recomendación. A medida que avanzaba la
consulta, la atmósfera se volvía más densa, como si la enfermedad que afectaba
al cuerpo de Gómez también inflamara el resentimiento latente entre ellos.
Aunque Gómez se mostraba reticente con su orgullo herido, e intentó argumentar
en contra, defendiendo sus ideas más tradicionales, finalmente, la
vulnerabilidad asomó en sus ojos cansados, y por un instante, las barreras
erigidas por años de rivalidad se desvanecieron. Palazuelos, al notar la
transformación en su colega, decidió dejar de lado el resentimiento acumulado. Discutieron
profesionalmente el caso del doctor Gómez. La decisión estaba tomada, y en ese
consultorio, entre paredes que habían sido testigos de antiguos desencuentros,
se fraguó un pacto silencioso: la salud prevalecería sobre las disputas.
Como resultado de la conducta elegida en común acuerdo, después de su recuperación, éste pudo seguir en sus actividades académicas. Ambos
médicos continuaron con sus vidas, con sus prácticas, sus consultorios y sus
rutinas en la ciudad blanca que seguía cambiando; la calle de los encuentros se
transformó en un pasaje peatonal concurrido. Sus cafés seguían teniendo éxito.
En un día
nublado, Gómez se encontraba en su consultorio cuando al abrir su correo
apareció uno de Palazuelos. En el contenido, el doctor le invitaba a tomar un
café en un pequeño local que había surgido recientemente en la misma calle de
los encuentros. La invitación era amable, sin rastro de las viejas tensiones
que alguna vez definieron su relación.
Gómez
aceptó, y en la tarde de jirones grisáceos de nubes, que amenazaban lluvia, se
encontraron en el café. La decoración del lugar tenía un aire moderno, con cómodas
sillas y mesas de madera. Sentados en un rincón, los médicos comenzaron a
conversar sobre la vida, la medicina y, de alguna manera indirecta, sobre los
años perdidos en rivalidades.
En ese
café, en la calle de los encuentros que alguna vez simbolizó desencuentros, Gómez
y Palazuelos compartieron reflexiones y los chismes universitarios de esa
ciudad chismosa. Hablaron de la fragilidad de la salud, de la efímera
naturaleza de las disputas, y del valor de los lazos humanos que persisten más
allá de las diferencias.
Al
despedirse, los médicos se dieron la mano con una gratitud compartida, se
despidieron con una sensación de paz, dejando atrás las sombras del pasado para
abrazar el presente con una nueva comprensión mutua. La calle de los encuentros
se convirtió, al menos para ellos, en un lugar donde las heridas del pasado
pudieron sanar.
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