La guerra a muerte (Una carta de Tomás Cipriano de Mosquera a su sobrino Julio Arboleda)
Agencia de Noticias Vieja Clío. Popayán,
1862.
La guerra a
muerte –como todos nuestros abonados lo saben y reconocen- ha franqueado
rampante por innumerables páginas de nuestra historia. Por su puesto, se
ejerció con generosidad durante la conquista. Y durante la última etapa de la
así llamada Pax colonial (tal vez de las pocas vigencias temporales medio
tranquilas), fue imposible no apelar a esa aterradora modalidad de guerra,
sobre todo en lo que concernía y concierne al apaciguamiento de las periferias
violentas como las tupidas selvas del Darién y los confines de Veragua, las
provincias de Santa Marta (la nación de los Chimilas) y Rio de la Hacha (la
nación de los Goajiros), los espesos bosques del Opón (la nación de los
Yariguies), el país de los Motilones, y el extensísimo reino de los Andaquíes,
donde indios virulentos ejercían a finales del siglo XVIII y ejercen todavía la
brutalidad a discreción. Entre nuestros lectores es casi mítica la declaración
de guerra a muerte emitida por Bolívar en 1813 con el fin de neutralizar a las
crueles milicias comandadas por Domingo Monteverde y José Tomás Boves, y con
posterioridad las de Morillo, el Pacificador.
Como se recordará, por causa de ese terrible documento
y en esos aciagos tiempos se torturaba y asesinaba a los patriotas sin
contemplación y, a cambio de ello, se condenaba a peninsulares y canarios a la
pena capital fueran o no activos colaboradores de los ocupantes ibéricos. No
estamos en capacidad de evaluar en forma objetiva si medidas de ese tipo han
tenido éxito en la historia, pero conjeturamos que de todas maneras afectan
las situaciones y, naturalmente, catalizan los procesos. Y podemos aseverar que
un llamado al asesinato institucional debe por fuerza aumentar el natural
sentido de impunidad y fustigar la imaginación, y por tanto llevar al perfeccionamiento
de usos y métodos y constreñir a la aplicación de la sevicia y al avance de lo
irracional: encerramientos atroces, sajaduras de todo tipo,
descuartizamientos a granel, sofreídas en aceite hirviente, consunciones,
achicharradas, descabezamientos y masacres estarán a la orden de día, siendo
las estrellas incuestionables de la escena sus majestades el machete y el
yatagán. Y en medios gubernamentales, el fusil de repetición. En cuanto a lo
primero, recuérdese si no, la ferocidad de Boves cuando en julio de 1814
persiguió con saña a la población de Caracas (por lo menos 20.000 personas)
hasta Cumaná.
La Agencia de Noticias Vieja Clío, consciente de todo
ello, ha seguido los pormenores de la infausta guerra que durante catorce meses
se ha librado hace poco en Colombia, en la que el general Tomás Cipriano de Mosquera, el gentil Mascachochas, el Supremo Director de la Guerra,
derrocó al gobierno conservador del Dr. Mariano Ospina Rodríguez, a quien por
poco sacrifica.
Como es sabido por todos, el general Mosquera se ha
distinguido en la guerra por fusilar sin discriminación, hasta el punto que las
“malas” lenguas le imputan que ordenaba sin conmoverse que se fusilara al
prisionero mientras llegaba la orden. Pero Mosquera alegó siempre que sólo
procedió de tal manera con enemigos verdaderamente probados y que, al fin y al
cabo, todo responde a una trascendente, encumbrada, y a veces nebulosa “razón
de Estado”.
Pues bien, nuestro corresponsal especial para el caso
que nos compete ha tenido acceso a un manuscrito firmado el 7 de enero pasado
en la localidad de Facatativá, invaluable documento en el que el general
Mosquera se dirige a su sobrino y compadre, el poeta y soldado Julio Arboleda
(quien en su calidad de general comanda los ejércitos conservadores aun activos
del Cauca), acusa al efervescente payanés de practicar la guerra a muerte en
esa martirizada región a partir de consideraciones non sanctas. Pero
permitamos que sea el propio Mosquera quien en palabras más ajustadas explique
la cuestión.
“Buscas –manifiesta el gobernante a Arboleda- un
pretexto para hacer la guerra a muerte en el Cauca, y lo encuentras en la
ejecución de tres criminales, para mandar fusilar veinte en un día en Popayán.
¿Y cuáles son los fundamentos que tienes para tal carnicería? Voy a
hablarte de algunos. El estimable joven Pedroza muere, porque nacido de una
humilde familia su educación lo eleva y se casa con una prima hermana de tu
mujer; le juras enemistad y te vengas en la primera ocasión, de que un plebeyo,
como tú lo llamas, se haya casado con una señorita de origen aristocrático. El
comandante José Eustaquio Rodríguez fue de los que en 1851 te derrotaron en
Anganoy, y lo mandas fusilar para vengarte con exclamaciones mímicas de horror
que te infundía su presencia, según nos han referido. Al honrado y valiente
coronel Rafael Fernández lo mandas fusilar porque fue de tus contenedores en
Buesaco. Al valiente coronel Velasco, porque era necesario quitar de Patía un
hombre que te podía hacer sombra. Pero ¿cómo justificas la muerte del
desgraciado Francisco Cobo? No tenía más delito que su opinión, y dejas en la
orfandad a inocentes niños, que no hay quien les dé hoy un pan. Al infeliz
Nicolás Rada, artesano laborioso, que vivía de hacer adobes y que gastaba
sus ahorros del año en una procesión el viernes de Dolores, porque cometió el
delito de servirle de cocinero al general Obando. Al distinguido joven José
María Sarmiento, le sirve de proceso su talento. Y al valiente Delfín Restrepo,
le das muerte en recompensa de su lealtad en 1854 al Gobierno (de Obando), y de
haberle servido como capitán a la causa del Estado del Cauca; pero era para ti
un gran delito que un conservador se decidiera por sostener la Federación.
Interminable sería mi penosa relación si me pusiera a referirte todo lo que ha
llegado a mi noticia del Cauca, de ese hermoso Estado que lo has convertido en
panteón; y tengo que suspender la historia de tus crímenes para concluir esta
carta, excitándote al arrepentimiento y volviendo sobre tus pasos te hagas
acreedor al perdón de tus conciudadanos, si no quieres concluir tu carrera
maldiciendo de cuantos te han tratado.
Desengáñate que no has tenido
popularidad para recibir sufragios públicos, sino porque un partido te
consideró instrumento de venganza; y si ese partido hubiera vencido, después de
aprovecharse de ti como un instrumento, él mismo te habría sacrificado."
Ecos de la Historia
Comentarios