El transporte público interurbano en la provincia alemana

 

 Mario Delgado Noguera


En vez de centralizar su poder territorial como tantas otras naciones europeas y a este lado del Atlántico, Alemania decidió dispersarlo deliberadamente. Su diseño en numerosas y pequeñas urbes interconectadas parece responder a una intuición: que la vida no florece en la concentración, sino en la proximidad, en una manera distinta de estar en el mundo. Es una forma de política urbana que responde a la vida cotidiana. que no necesita del espectáculo: el diseño de la cotidianidad. Lo que define al país no son sus grandes metrópolis, sino sus pequeñas comunidades enlazadas por carreteras, ciclovías y ríos navegables como el Rhin, que lo he podido recorrer con sus viñedos y castillos a las orillas; este río funciona como una arteria vital para el comercio. Algunas de esas pequeñas ciudades ribereñas y comunidades tienen monumentos desde la época romana como Colonia y medievales como Speyer (Espira). Pequeñas entidades territoriales que estaban desde la época del Sacro Imperio Romano Germánico.

Transporte fluvial en el Rhin, cerca de Speyer


Esta estructura territorial —producto de siglos de federalismo y políticas postbélicas deliberadas— funciona como un experimento vivo de lo que se ha llamado por Arturo Escobar autonomía y diseño en las formas de vivir y pensar el espacio vital. En cada pueblo hay una forma de vida autónoma, sostenida no por el aislamiento, sino por el diseño que conecta sin dominar. La extensa red de ciclovías, por ejemplo, no son simple infraestructura ecológica. Son afirmaciones y conexiones de escala humana. Rechazan la lógica del automóvil y de la ciudad devoradora. La bicicleta obliga al cuerpo a habitar el espacio. Y cuando el territorio se dibuja con esa intención, la vida cotidiana se convierte en una forma de resistencia.

Pero no todo funciona, -algo impensable en un país como Alemania-, pues el servicio público interurbano es deficiente; aquel que debería unir de manera eficiente las pequeñas urbes. Parece que el país, por más ecológico que parezca, diseñó su territorio desde el automóvil, no desde el transporte colectivo. Existe, claro, un sistema de transporte público, pero es insuficiente y escaso en frecuencias, carente de integración digital en tiempo real y con intervalos de hasta una hora o más entre servicios. En muchos casos, superado por el uso masivo del automóvil particular y por la necesidad creciente de trabajar fuera de su urbe original. Mientras que ciudades como Berlín, Francfort o Múnich e incluso más pequeñas como Freiburg, cuentan con sistemas de transporte público integrados, modernos y frecuentes, muchos de los pequeños pueblos que es una buena parte donde viven los alemanes, padecen horarios limitados de autobuses, con escasa información.

La ciudadanía no presiona por un servicio que se critica o en el peor caso, que no es rentable sin preguntarse para quién o quiénes. Pero también hay un déficit de imaginación política. El discurso dominante todavía ve el transporte público como un servicio para quien “no puede” tener un auto, no como un derecho general o un bien público estructurante del territorio. Alemania es sede de marcas como Mercedes-Benz, BMW, Volkswagen y Audi. Estas empresas (algunas que fabrican componentes para los autos se han trasladado), no solo forman parte del orgullo nacional, sino que tienen poder político y económico real. La “Autokultur” (cultura del automóvil) no es un eslogan, es un imaginario social construido desde el siglo XX, donde tener un buen automóvil es símbolo de éxito, autonomía y dignidad personal. Aquí, nuevamente, cobra relevancia la propuesta de Arturo Escobar sobre el diseño como forma de posibilitar mundos o maneras de habitar el mundo. Si el territorio no está diseñado para fomentar otras formas de habitar, el deseo no basta.

No quiero caer en el desastre de la vida cotidiana y el transporte en Colombia. La mayoría lo padece en un país en el que algunos lo califican como el país de la belleza, pero otros, como los viejos y los más débiles, lo viven como un riesgo constante, en el que hay que estar sacrificado cristianamente y sufrir lo cotidiano, que cuentan con alcaldes que, paralizados o cómplices, muestran temor a la extensión y dominio del trasporte informal de las motos, que van atropellando todos los días, sin regulación. No. Sin extenderme más a lo de aquí (La ciudad de Ipiales no tiene mototaxismo), veo lo de allá, en las pequeñas urbes alemanas, con sus parques, pero donde también ha penetrado la velocidad y la inmediatez como referencia y por lo tanto queda excluida buena parte de la población: el pobre, el humilde, la pequeña familia, el anciano y el niño.

Lo que falta no es solo educación ecológica, sino una pedagogía del transporte como derecho. El gobernante del cambio, en quien se tenía confianza y esperanza, no tuitea sobre los padecimientos cotidianos del ciudadano común, sino que muchas veces mete la pata opinando sobre lo divino y lo humano. El ciudadano no debe optar entre tener automóvil o moto, o resignarse a la espera: debe exigir un sistema público que lo incluya. Pero eso requiere una imaginación política que no es fácil cuando el motor, tanto en Alemania como en Colombia, es también un mito nacional.

Pero, aun así, el modelo alemán de ordenamiento nos enseña que otra forma de habitar el mundo es posible. Una que no idealiza la urbe infinita ni el progreso vertical, sino la red horizontal de múltiples mundos pequeños, donde el diseño es política y el paisaje, una conversación constante con la vida.


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