El transporte público interurbano en la provincia alemana
En vez de centralizar su poder territorial como tantas otras naciones
europeas y a este lado del Atlántico, Alemania decidió dispersarlo
deliberadamente. Su diseño en numerosas y pequeñas urbes interconectadas parece
responder a una intuición: que la vida no florece en la concentración, sino en
la proximidad, en una manera distinta de estar en el mundo. Es una forma de
política urbana que responde a la vida cotidiana. que no necesita del
espectáculo: el diseño de la cotidianidad. Lo que define al país no son sus
grandes metrópolis, sino sus pequeñas comunidades enlazadas por carreteras,
ciclovías y ríos navegables como el Rhin, que lo he podido recorrer con sus
viñedos y castillos a las orillas; este río funciona como una arteria vital
para el comercio. Algunas de esas pequeñas ciudades ribereñas y comunidades
tienen monumentos desde la época romana como Colonia y medievales como Speyer
(Espira). Pequeñas entidades territoriales que estaban desde la época del Sacro
Imperio Romano Germánico.
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Transporte fluvial en el Rhin, cerca de Speyer |
Esta estructura territorial —producto de siglos de federalismo y políticas postbélicas deliberadas— funciona como un experimento vivo de lo que se ha llamado por Arturo Escobar autonomía y diseño en las formas de vivir y pensar el espacio vital. En cada pueblo hay una forma de vida autónoma, sostenida no por el aislamiento, sino por el diseño que conecta sin dominar. La extensa red de ciclovías, por ejemplo, no son simple infraestructura ecológica. Son afirmaciones y conexiones de escala humana. Rechazan la lógica del automóvil y de la ciudad devoradora. La bicicleta obliga al cuerpo a habitar el espacio. Y cuando el territorio se dibuja con esa intención, la vida cotidiana se convierte en una forma de resistencia.
Pero no todo funciona, -algo impensable en un país como Alemania-,
pues el servicio público interurbano es deficiente; aquel que debería unir de
manera eficiente las pequeñas urbes. Parece que el país, por más ecológico que
parezca, diseñó su territorio desde el automóvil, no desde el transporte
colectivo. Existe, claro, un sistema de transporte público, pero es insuficiente
y escaso en frecuencias, carente de integración digital en tiempo real y con
intervalos de hasta una hora o más entre servicios. En muchos casos, superado
por el uso masivo del automóvil particular y por la necesidad creciente de
trabajar fuera de su urbe original. Mientras que ciudades como Berlín, Francfort
o Múnich e incluso más pequeñas como Freiburg, cuentan con sistemas de
transporte público integrados, modernos y frecuentes, muchos de los pequeños
pueblos que es una buena parte donde viven los alemanes, padecen horarios
limitados de autobuses, con escasa información.
La ciudadanía no presiona por un servicio que se critica o en el peor
caso, que no es rentable sin preguntarse para quién o quiénes. Pero también hay
un déficit de imaginación política. El discurso dominante todavía ve el
transporte público como un servicio para quien “no puede” tener un auto, no
como un derecho general o un bien público estructurante del territorio. Alemania
es sede de marcas como Mercedes-Benz, BMW, Volkswagen y Audi. Estas empresas
(algunas que fabrican componentes para los autos se han trasladado), no solo
forman parte del orgullo nacional, sino que tienen poder político y económico
real. La “Autokultur” (cultura del automóvil) no es un eslogan, es un
imaginario social construido desde el siglo XX, donde tener un buen automóvil
es símbolo de éxito, autonomía y dignidad personal. Aquí, nuevamente, cobra
relevancia la propuesta de Arturo Escobar sobre el diseño como forma de
posibilitar mundos o maneras de habitar el mundo. Si el territorio no está
diseñado para fomentar otras formas de habitar, el deseo no basta.
No quiero caer en el desastre de la vida cotidiana y el transporte en
Colombia. La mayoría lo padece en un país en el que algunos lo califican como
el país de la belleza, pero otros, como los viejos y los más débiles, lo viven como
un riesgo constante, en el que hay que estar sacrificado cristianamente y
sufrir lo cotidiano, que cuentan con alcaldes que, paralizados o cómplices, muestran temor
a la extensión y dominio del trasporte informal de las motos, que van
atropellando todos los días, sin regulación. No. Sin extenderme más a lo de
aquí (La ciudad de Ipiales no tiene mototaxismo), veo lo de allá, en las pequeñas urbes alemanas, con sus parques, pero donde
también ha penetrado la velocidad y la inmediatez como referencia y por lo
tanto queda excluida buena parte de la población: el pobre, el humilde, la
pequeña familia, el anciano y el niño.
Lo que falta no es solo educación ecológica, sino una pedagogía del
transporte como derecho. El gobernante del cambio, en quien se tenía confianza
y esperanza, no tuitea sobre los padecimientos cotidianos del ciudadano común,
sino que muchas veces mete la pata opinando sobre lo divino y lo humano. El
ciudadano no debe optar entre tener automóvil o moto, o resignarse a la espera:
debe exigir un sistema público que lo incluya. Pero eso requiere una
imaginación política que no es fácil cuando el motor, tanto en Alemania como en
Colombia, es también un mito nacional.
Pero, aun así, el modelo alemán de ordenamiento nos enseña que otra
forma de habitar el mundo es posible. Una que no idealiza la urbe infinita ni
el progreso vertical, sino la red horizontal de múltiples mundos pequeños,
donde el diseño es política y el paisaje, una conversación constante con la
vida.
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