El Cambio en la Educación Superior: las grietas encontradas en la Ley 30

 

Mario Delgado Noguera



En Colombia, la educación superior carga con una herencia legal que parece grabada en 
piedra: la “Ley 30 de 1992”. Desde su promulgación, esta norma definió la manera en que
se financian las universidades públicas, abriendo un largo ciclo de tensiones entre
autonomía universitaria, déficit estructural y dependencia del crédito estudiantil (Ocampo,
2006). Con la llegada del gobierno de Petro y su llamada al Cambio, el viejo orden
promulgado por la Ley no fue demolido; la muralla resistió. Pero, como suele ocurrir
en la política criolla para bien en este caso, se abrieron grietas promovidas por 
los movimientos estudiantil y profesoral: Petro las aprovechó al constatar que reformar la Ley 30 
era una muralla demasiado alta. Por esas grietas se filtró una cuña en la muralla: el dinero dejó 
de seguir a la demanda —por ejemplo, estudiantes endeudados con el Icetex o el programa 
Ser Pilo Paga, y empezó a nutrir directamente la oferta: las universidades y otras instituciones de
educación superior públicas.

Los años noventa consolidaron el modelo de financiar la demanda. Primero con el Icetex
convertido en banco de largo plazo con crédito oneroso, después con programas como
Ser Pilo Paga, que bajo el gobierno Santos se revistió de inclusión lo que no era más que
un disfraz de deuda diferida. La fórmula era sencilla: el joven humilde, firmaba un pagaré
a veinte años para estudiar en universidades privadas. El Estado, en manos de los
señores de siempre, contento, decía haber democratizado el acceso (Ramírez, 2015). La
banca, también feliz, veía en las necesidades educativas de la juventud un nuevo
mercado. Pero se está dando un largo adiós al viejo dogma del Icetex como pasaporte a
la movilidad social; adiós al programa Pilo Paga, que vestía de inclusión lo que era un
negocio bancario de largo plazo.



El giro con el Cambio es más contable: matrícula cero para estudiantes de universidades
públicas, expansión de más de 150.000 cupos, y lo más novedoso, la decisión de
financiar no solo la inversión (edificios, auditorios, canchas de fútbol), sino también el
funcionamiento: nóminas, bienestar, investigación. Un cambio de timón que irritó a más de
un rector del SUE (Sistema Universitario Estatal), acostumbrado a soñar con ladrillos y
burocracia. Y a no pensar en los cambios urgentes en la educación superior, con la
llegada de las nuevas tecnologías y la Inteligencia artificial.

Pero hay ironías. Todo esto ocurre con un déficit acumulado de las universidades públicas
de 19 billones de pesos (MEN, 2023), un hueco que amenaza con tragarse la
sostenibilidad de la política. Ocurre en territorios donde la universidad era apenas un
mito, algo inalcanzable en la geografía periférica de Colombia. La universidad ya no se
espera en la capital tecnócrata y que tiene grandes déficits en su centralismo que agobia:
es la universidad la que viaja al territorio. La brecha del acceso entre los países con más
accesibilidad a la educación superior de la OCDE y Colombia, empezó a disminuir como
lo indicó el ministro de Educación, Daniel Rojas.

El giro que se ha dado recuerda más a un reacomodo tectónico que a una reforma. No se
reformó por completo la Ley 30, no hubo un gran acuerdo legislativo, no se derribaron los
fundamentos del modelo neoliberal que marcó la universidad desde los noventa. Se
conoce las dificultades de la agenda reformista del Cambio en el actual Congreso. Se
sabe del sesgo informativo sobre estos logros por parte de los medios tradicionales. Pero
el terreno del financiamiento se movió, los artículos 86 y 87 de la Ley 30 están en el
Senado. El relato de la deuda estudiantil impagable —ese contrato social implícito en que
los jóvenes debía hipotecar su vida para acceder al conocimiento y los saberes— empezó
a resquebrajarse.

El cambio también tiene un filo político. Al financiar el funcionamiento, el Estado penetra en
las entrañas del organismo de las universidades. Y allí, como se sabe, esa fisiología
incluye tanto la academia como el clientelismo. No son pocos los rectores que han
convertido el presupuesto en herramienta de favores y lealtades. Lo advertía ya Marco
Palacios (2012): las universidades públicas en Colombia son microestados que manipulan
la autonomía cuando favorece a los intereses privados, con sus propias élites y pugnas
intestinas de poder.

No hubo reforma estructural de la Ley 30 e este Gobierno. No hubo gran debate
legislativo ni nuevo pacto social. Pero sí hubo movimiento. Un reacomodo que no quiere
ser silencioso del sistema: menos deuda para estudiantes, más cobertura, más recursos
directos para la universidad pública, apoyo a la formalización docente con el Decreto 0391. 
En un país donde las reformas suelen quedarse en el papel, este “ajuste tectónico” 
tiene efectos concretos.

La pregunta, claro, es si estas reformas continuarán, aunque hay indicios que favorecer la
educación superior pública en Colombia será un objetivo a largo plazo. Por ahora, la
imagen más nítida no está en un decreto ni en una cifra, sino en un salón improvisado en
El Tarra o en la Sierra Nevada o en Guapi, donde la matrícula cero se traduce en 40
jóvenes escuchando a una profesora hablar de biología sin pensar en un pagaré y con el
almuerzo que los espera en la casa. En esa escena mínima late la verdadera reforma.


Referencias

Ministerio de Educación Nacional (MEN). (2023). *Informe financiero del déficit estructural en la educación superior. 
Bogotá: MEN.
Ocampo, J. A. (2006). Colombia y la economía mundial*. Bogotá: Fondo de Cultura Económica.
Palacios, M. (2012). Entre la legitimidad y la violencia: Colombia 1875-1994*. Bogotá: Norma.
Ramírez, M. (2015). De Pilo a Deudor: financiamiento y desigualdad en la educación superior colombiana. Revista de Estudios Sociales, (52), 45-58.

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