Viaje al Ecuador en tiempos electorales

 

Mario Delgado Noguera



No se viaja al Ecuador en estos tiempos sin un ojo puesto en la política y otro en el retrovisor. El viaje comienza en la memoria, no en el mapa de Google. Dos años atrás, yo había llegado a Quito para un congreso de Epidemiología Clínica, organizado por la Facultad de Medicina de la UTE (Universidad Tecnológica Equinoccial). En aquellos días estaba inmerso en la formalidad académica con balances post-pandemia, una especie de respiro institucional en una ciudad ya tensa, que se refugiaba detrás de sus volcanes mientras adentro crujía la política como una tabla vieja. Nos recibió el rector con una cortesía que parecía sacada de otro tiempo; ya había sucedido el desmontaje de varios organismos del Estado por el expresidente Lenin Moreno, que traicionó a su predecesor Rafael Correa como si hubiera dado un portazo al gobierno de la Revolución Ciudadana que dejó buenas cosas para el país vecino generando una menor desigualdad entre su población y un cambio visible en sus carreteras y en la educación pública.

Luisa González y Daniel Noboa, en las presidenciales del Ecuador



Quito estaba ya entonces en manos de un sinnúmero de vigilantes privados. No se trataba de una guerra abierta, sino de ese tipo de control visual que te recuerda que la democracia es a veces una escenografía. Había más vigilantes que turistas. Muchos colegas ecuatorianos en el congreso, en un murmullo colectivo, ya meditaban la posibilidad de marcharse. “Hay que buscar donde irse”, decían, mientras que, como anfitriones, mostraban una cara amable a los epidemiólogos de varios países. Pocos meses después era asesinado a Fernando Villavicencio, el candidato, el que hablaba alto, sin guardarse nada, y que pagó por ello.

Esa fue la antesala de mi segundo viaje. Esta vez, el destino fue Same, un enclave de playa sobre el océano Pacífico, cerca del famoso Atacames, un lugar entre lo apartado y lo solitario, algo así como un paréntesis tropical donde el país parece fingir que no se está con la profunda amenaza del narcotráfico y los carteles, y que, por otra parte, ha optado por la censura ciudadana. Viajé desde Ipiales, atravesando carreteras de doble calzada difíciles de encontrar en Colombia, con peajes baratos, obras firmadas por la era Correa, esas autopistas amplias que parecen diseñadas para tiempos más optimistas. El viaje fue largo pero tranquilo. Ningún sobresalto, pero tampoco entusiasmo. La campaña política del empresario Daniel Noboa —ahora presidente-, que ganó a la correista Luisa González, había teñido el ambiente con una mezcla de desesperanza y miedo. En su campaña, muchas palabras e intenciones, lejos de las acciones necesarias hacia al medio ambiente. La salud en crisis. Ni una palabra sobre las angustias energéticas que asfixian al país. Solo eslóganes, fotos, silencios estratégicos, y un país con economía neoliberal.

Comparar el Ecuador con Colombia es inevitable. El libro de Mauricio García Villegas,  sobre las emociones tristes y la cultura colombiana, que me acompañó en el viaje, habla de cómo nos gobiernan las emociones tristes: la desconfianza, la sospecha, el resentimiento, el miedo, la venganza. En Ecuador encontré algo diferente. No mejor, solo diferente. Hay más silencio, cosa que agradecí mucho. Menos motos. Más policías. Las carreteras tienen retenes, sí, pero hay una extraña calma que, aunque construida sobre el miedo, se confunde con orden.

En Same, los niños juegan en la playa con la arena dorada, adolecentes en grupos se lanzan desde un puente a una bocana del mar como si los noticieros fueran de otro planeta. El mar, verde y limpio, desmiente la paranoia urbana. Se come bien. El pescado es fresco, el arroz con coco es del día, y los jugos se preparan con las frutas naturales. Es el tipo de lugar donde uno puede imaginar, aunque sea por unos días, que la violencia tiene un límite geográfico. Para nosotros, colombianos, cambiar de aire en estas condiciones no es un lujo, es una terapia de choque. Salir del Cauca, donde las disidencias de toda índole se reciclan más rápido que el plástico, donde se reclutan adolescentes para la guerra sin dejarlos jugar como los aun niños que son, y encontrar algo parecido a la normalidad es casi un acto espiritual, donde se encuentras las emociones buenas. No porque el Ecuador esté bien, sino porque nosotros, en el Cauca, parecemos estar peor.

Este viaje no tuvo congresos ni conferencias. No hubo rector ni academia. Solo mar, familia, carreteras y política muda. Y, sin embargo, fue suficiente para mirar el continente con una perspectiva distinta. Porque, a veces, lo que uno necesita no es que las cosas mejoren, sino que al menos cambien de tono. Y en Ecuador, en este abril preelectoral, lo que se oyó no es esperanza. Es solo el eco de una nación cansada, censurada, que estaba decidiendo cómo sobrevivir.

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