El pueblo y la Constitución: un diálogo que requiere estar vivo en Colombia





Mario Delgado Noguera



En la esquina noroccidental de Suramérica, entre el Pacífico, el Caribe, el Orinoco y el Amazonas, donde las montañas parecen susurrar historias de resistencia y esperanza, Colombia vive un momento de transformación. La Constitución de 1991, ese pacto social que nació en la búsqueda de un nuevo comienzo, sigue siendo el eje sobre el cual gira el destino de la nación y que requiere enraizarse. Se ha querido modificar y manipular, hundiendo la daga en su vacíos para afianzar los neoliberalismos que se incrustan en la derecha. Pero, como diría Marx, "la Constitución no crea al pueblo, sino el pueblo crea la Constitución". ​ Y en Colombia, esa idea resuena con fuerza en un contexto donde el poder popular ha comenzado a afianzarse, reclamando su lugar en la historia, reclamando su papel histórico.


Los presidentes de la Asamblea Nacional Constituyente 1991, Horacio Serpa, Antonio Navarro Wolf y Álvaro Gómez


A pesar de sus improvisaciones y a veces, lo errático de su liderazgo y gestión, del recambio continuo de ministros, el gobierno de Petro ha sido un catalizador de este despertar. Por primera vez en décadas, las voces de los más débiles, de los históricamente marginados, han encontrado eco en el Estado. Las reformas sociales y la lucha contra la desigualdad no son solo políticas públicas que encuentran obstáculos; son el reflejo de un pueblo que ha comenzado a entender que la Constitución no es un documento estático, sino un contrato vivo, moldeado por las manos de quienes lo habitan. ​ El pueblo colombiano, en su diversidad y complejidad, ha comenzado a apropiarse de sus derechos, a exigir que el Estado esté más cerca de quienes más lo necesitan. No se entiende que este acercamiento oportuno, dentro de la multipolaridad que se afianza en el planeta, no sea captado por aquellos grupos alzados en armas y permeados por el narcotráfico, que se consideran de izquierda, no lo hayan tenido en cuenta en esta coyuntura.


Línea de tiempo de los cambios en el gabinete ministerial en el gobierno Petro (El Espectador)


En las calles de las ciudades de las regiones, en las manifestaciones populares del primero de mayo, en los sindicatos que se permiten mirar mas allá de reivindicaciones salariales; en los campos y en el pueblo que trabaja, se siente un cambio. Los campesinos, los afrodescendientes, las mujeres y los jóvenes han comenzado a reclamar su lugar en la mesa. Ya no se trata solo de ser sujetos pasivos de derechos, sino de ser los arquitectos de un nuevo contrato social. La Constitución del 91, con su promesa de derechos fundamentales y participación ciudadana, ha encontrado en este momento histórico un nuevo impulso. Porque es el pueblo quien da vida a la Constitución, quien la llena de significado y propósito. ​

Este gobierno ha promovido la idea de que el poder popular no es una amenaza, sino una oportunidad. Al tratar de acercar el Estado a los más débiles, al reconocer las luchas históricas de los excluidos, al echar mano de la historia colombiana que obliga a releerla y difundirla, ha comenzado a cerrar la brecha entre el ideal constitucional y la realidad cotidiana. Pero el trabajo está lejos de terminar. La democracia, no es solo un sistema político; es un proceso continuo de reconocimiento y transformación. En Colombia, la democracia en el mismo Estado, significa garantizar que los cambios iniciados no sean efímeros, se arraiguen en los imaginarios y que los excluidos sigan siendo el protagonista contundente de su propia historia y que aquellos cambios sociales y económicos, continúen con firmeza y mayor organización.

El reto para un posible próximo gobierno de izquierda, y para cualquier fuerza política comprometida con la justicia social y que se aúne al diálogo y los ideales del Cambio, será continuar este acercamiento y diálogo entre el pueblo y la Constitución. Será garantizar que los derechos no sean solo palabras en un papel, sino realidades tangibles para todos los colombianos, dando énfasis en los mensajes que lleguen, sin mesianismos, desde el liderazgo de la jefatura del Estado. Será entender que la Constitución no es un fin en sí misma, sino un medio para que el pueblo se reconozca, se organice y transforme su realidad. ​

En Colombia, el diálogo de la democracia y el poder popular está lejos de ser completamente descifrado. El Estado debe ser un reflejo de las demandas populares y su aparato burocrático debe ser puesto en control, depurado de las raíces antidemocráticas, de los privilegios de quienes lo han manipulado como un botín para que brote la corrupción y las prácticas clientelares que se reproducen en todos los órdenes, desde los locales en las prácticas universitarias hasta las que se generan en el insufrible centralismo de la política nacional. La burocracia como ha permanecido, no solo administra el Estado, sino que lo posee simbólicamente, actuando como si fuera su propiedad privada, alejándose del objetivo de estar presta a las trasformaciones necesarias. Quienes conforman el Pacto, tienen que estar muy atentos a esta deformación que aleja al Estado del pueblo que ha centrado sus esperanzas en el Cambio.

La apuesta por las políticas de inclusión como el transporte férreo, la reforma pensional, la restitución de tierras, el impulso a la agricultura y la seguridad alimentaria, el incremento constante de los presupuestos de las universidades públicas, son ejemplos de cómo quienes eligieron al gobierno de Petro después del Estallido Social de 2021, estan sabiendo que organizarse y exigir cambios, pueden transformar las instituciones del Estado a pesar de las burocracias y privilegios.

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