Dos historias de María Teresa Pérez



María Teresa Pérez


Uno de los libros de María Teresa Pérez, Editorial Universidad del Cauca

En una conversación informal, una querida amiga y colega me pidió que le explicara, o incluso que escribiera brevemente, algunas notas sobre la pregunta: ¿por qué es importante la historia? Ella, quien desde su formación como ingeniera dedicó gran parte de su vida profesional a la construcción académica, administrativa y educativa de la Facultad de Artes de la Universidad del Cauca, encuentra, de manera habitual, en la memoria y la historia valiosas herramientas para otorgar un lugar y un sentido a las artes dentro de la Universidad.

En mi calidad de estudiosa de la historia, la solicitud de mi colega me condujo espontáneamente a un viaje por mis recuerdos, y, con cierta sorpresa, fui tomando conciencia de que esta pregunta me había acompañado desde siempre. Quizás desde muy niña, cuando comencé a hacerme preguntas cuyas respuestas suponía que encontraría en la historia. A medida que avanzaba en su estudio, realizaba investigaciones y la enseñaba durante muchos años, fui observando que dos situaciones eran particularmente comunes: la primera, que en el taller-laboratorio del historiador generalmente se enfatiza más en los problemas específicos (metodologías y técnicas) que en la dimensión reflexiva sobre la utilidad de la historia. En consecuencia, este tipo de preguntas no suelen ocupar el lugar que deberían tener en la formación de un/a historiador/a. Por ello, ante interrogantes como el planteado por mi amiga, es más habitual responder retomando alguno de los planteamientos ya formulados por quienes han reflexionado sobre la función o utilidad de la historia.

Así, al intentar responder brevemente a esta solicitud, pensé en alguna de esas frases u oraciones que, de manera súper sintética, intentan dar cuenta de un argumento sobre una realidad mucho más compleja.

Podemos mencionar aquí algunos ejemplos de este tipo de síntesis: “La historia, maestra de la vida” (magistra vitae), según la tradición latina; la historia como “el diálogo infinito entre el pasado y el presente” (E.H. Carr); o la historia entendida como “la relación de las cosas del pasado que recordamos, las cosas del presente que percibimos y las cosas del futuro que esperamos” (San Agustín en Confesiones, retomado por Paul Ricoeur). Cada uno de estos enunciados abre un horizonte amplio e incuestionable en las comprensiones sobre la función del pasado y del tiempo en el conocimiento histórico.

En el caso de lo señalado por San Agustín, cabe destacar la profundidad y lucidez con que delineó, en los primeros siglos de la era cristiana, los contornos de lo histórico, articulando simultáneamente la memoria, la visión, la percepción y también la esperanza. Dimensiones que pueden manifestarse tanto en la vida colectiva como en la singularidad de los sujetos. De ahí la vigencia que aún conserva la concepción de la historia de San Agustín, retomada en tiempos recientes por el reconocido filósofo y hermeneuta Paul Ricoeur.

La historia en el espejo: Haciendo un video en la última década del siglo XX

Viajemos a otro espacio y tiempo: la Universidad del Cauca en la última década del siglo pasado. Un grupo de estudiantes, una docente de historia, un docente de medicina y algunos creadores audiovisuales coincidimos en el interés y propósito de crear un video (texto audiovisual) con el fin de compartir, especialmente con niños y jóvenes, la importancia de estudiar historia para comprender lo que somos, hemos sido y podemos llegar a ser. El video fue titulado Espejo y memoria: Un reencuentro con la historia (disponible, no completo, en YouTube).

Acudimos a la metáfora del espejo, utilizada en la literatura, el cine y otras disciplinas, para hacer más comprensible el ejercicio histórico de develar, de quitar el velo y las sombras que nos impiden ver y conocer. Como señala Paul Ricoeur, los recuerdos y memorias pueden ser impedidos, manipulados e impuestos, deformando profundamente la imagen en la que nos vemos y reconocemos como culturas, pueblos e individuos. De ahí la necesidad de limpiar y aclarar el espejo para reencontrarnos con nuestras historias. En este camino nos encontramos con voces de América Latina y Colombia de incuestionable lucidez y pertinencia.

A continuación, compartimos algunas ideas con las que construimos nuestro espejo:

A finales de los años setenta, Guillermo Bonfil Batalla señalaba que la primera mirada europea sobre América no fue la de un observador virgen ante lo desconocido. Su visión estaba cargada de preconcepciones y prejuicios, así como de la necesidad histórica de enmarcar las realidades bajo un proyecto de dominación colonial. En concordancia con esto, se nos enseña que la historia latinoamericana comienza en 1492, con la llegada de Colón, y no mucho antes, cuando nuestros pueblos originarios descubrieron la agricultura y comenzaron el proceso de evolución que los llevó a crear sus propias sociedades y culturas. La historia de América anterior a la invasión europea fue concebida como la historia del mal, de pueblos paganos e idólatras que encarnaban todas las perversiones. Las diferencias fueron vistas como barbarie y herejía.

Desde una mirada colonialista, se exaltó a un selecto grupo de conquistadores, virreyes, gobernadores y héroes como los creadores y constructores de Latinoamérica. Sin desconocer el papel que estos personajes jugaron, no se puede buscar identidad solo en torno a ellos, negando a los demás hombres y mujeres que también fueron constructores de estos países. Aquellos personajes han sido presentados como los motores de la historia: blancos, masculinos, gallardos y de perfiles almidonados. ¿Quiénes son hoy nuestros padres de la patria? ¿Son realmente nuestros representantes?

A lo largo del siglo XX, el territorio nacional comenzó a configurarse de manera diferente, mientras algunas áreas seguían ancladas en su histórica soledad y marginamiento. El país inició su ingreso en la modernización, la población creció y se delimitó con mayor claridad la separación entre lo urbano y lo rural. Surgieron así nuevos actores sociales con ideas distintas sobre la nación, entrando en conflicto con las viejas estructuras.

Se hicieron visibles comunidades sin voz, intelectuales marginados, desposeídos sociales y una procesión de desheredados que reclamaban un espacio para practicar sus formas de vida y ejercer su derecho a existir. Simultáneamente, expusieron sus profundas heridas y dramas sociales, forzando a la sociedad a escuchar el eco de sus voces amordazadas desde tiempos lejanos.

La asimilación de estos cambios llevó a que las preocupaciones históricas dejaran de centrarse en individuos, héroes y santos, para enfocarse en colectivos, procesos y sectores marginados. En este contexto se redescubrieron las regiones, sus gentes y economías, asumiendo el desafío de contribuir a una visión más social y profunda de la unidad nacional.

Esta nueva mirada histórica se fortaleció con expresiones influyentes desde la cultura, las ciencias y las artes, que buscaban reencontrar los pasos perdidos de nuestra América, como señalaba Alejo Carpentier en su novela homónima.

Los latinoamericanos hemos aprendido en los textos escolares, bajo una lectura impuesta desde la Conquista, que existía una separación tajante entre civilización y barbarie. Se nos enseñó que la única opción para América era escalar la montaña de la civilización siguiendo el camino señalado por los pueblos considerados avanzados. Nuestra historia se ha limitado a narrar las peripecias de ese ascenso. Pero, ¿es este el único camino? ¿Es posible otra opción que no sea vivir sometidos a quienes pretenden ser dueños del mundo?

Gabriel García Márquez afirmaba con lucidez que “la interpretación de nuestra historia con esquemas ajenos contribuye a hacernos más desconocidos, menos libres y más solitarios”. Eduardo Galeano advertía: “para que ignoremos lo que podemos ser, se nos oculta y miente sobre lo que fuimos”. José Joaquín Blanco sostenía que el futuro de la historia y los historiadores radica en desentrañar las visiones engañosas sobre nuestro pasado, buscando el placer de la historia en la aventura de desmitificar los discursos que han naturalizado concepciones impuestas.


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Uno de los libros de María Teresa Pérez. Editorial Universidad del Cauca


Repensando un lugar para la historia en Popayán/Cauca

Popayán y el Cauca, a pesar de la notable reducción de su configuración territorial desde la colonia y la primera centuria republicana, siguen condensando un vasto repertorio de memoria, esencial para la construcción y narración histórica de la región y la nación. En esta ciudad se ha dado una gran visibilidad y difusión a memorias selectivas que se propusieron como memoria colectiva nacional.

La Universidad del Cauca, fundada en los albores de la República, ha desempeñado un papel fundamental en la construcción del conocimiento, especialmente en el suroccidente del país. Su símbolo, la antorcha como luz para la posteridad, puede interpretarse desde las apuestas republicanas por ciudadanos con iguales derechos, así como desde la creciente demanda de inclusión y reconocimiento de la diversidad en un país pluriétnico y multicultural.

El patriotismo y el heroísmo encontraron en la ciudad y en la Universidad un espacio propicio, reflejado en publicaciones como la Revista Popayán. Un grupo de cronistas e historiadores logró anclar profundamente una memoria que se convirtió en parte de los recuerdos colectivos de la ciudad. Su legado es invaluable, especialmente en la construcción del Archivo Central del Cauca, uno de los repositorios documentales más valiosos de las repúblicas hispanoamericanas.

Popayán también ha sido escenario privilegiado para historiadores nacionales y extranjeros que han descentralizado el enfoque historiográfico de la ciudad hacia un Cauca diverso, donde se reconoce un pasado lleno de indígenas, esclavos, artesanos, campesinos y mujeres. Como señala Jorge Orlando Melo, las economías regionales y los mundos rurales han adquirido mayor significado.

Estas tensiones entre los relatos tradicionales de Popayán y las crecientes memorias del Cauca han servido para repensar las narrativas dominantes con las que se han construido las imágenes del pasado en la región, Colombia y América Latina.

La historia como disciplina demanda hoy nuevos espacios para narrativas menos dogmáticas, más conscientes del carácter cambiante de las construcciones humanas. Se requiere una historia sin etnocentrismo, más abierta al diálogo entre culturas y disciplinas. Una historia atenta al equilibrio entre documentar, analizar y contar, que reconozca la pluralidad de voces de una nación multicultural y que interpele la centralidad de la escritura en la representación de lo histórico.

El examen histórico permite develar los discursos desde los cuales los grupos hegemónicos han nombrado a los demás. Esta conciencia se ha fortalecido mediante múltiples formas de trabajo de la memoria, donde la oralidad, la literatura, el arte, la fotografía y el cine documental han desafiado la visión tradicional de la historia escrita.




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