Viaje a Cali y Popayán, en las cartas del yagé. Burroughs&Ginsberg

 

El siguiente texto consiste en una de las cartas intercambiadas entre William Burroughs y Allen Ginsberg, escritores de la generación beatnik, que detallan las experiencias del viaje de Burroughs al sur de Colombia cuando estaba en pos del yagé en la selva amazónica. Los beat cuestionaban y sacudían los valores convencionales de la sociedad de Estados Unidos, en una vida de  bohemia y viajes; exploraban filosofías orientales, y publicaron varios libros. Uno de los más famosos es "On the road" de Jack Kerouac. A los miembros de La Rueda, nos gustaba discutir sobre sus escritos. 

Este viaje lo hizo durante el periodo de la historia colombiana conocido como "La Violencia"; en el libro William Burroughs ofrece un retrato de las tensiones políticas entre los partidos Conservador y Liberal. Describe cómo la Policía Nacional, alineada con los conservadores, ejerce un control opresivo en las regiones que visita, como Tolima, Cauca, Nariño, Putumayo. Burroughs observó la omnipresencia de los agentes, quienes constantemente pedían y revisaban documentos, creando una atmósfera de vigilancia y desconfianza, pero que tienen una actitud rastrera con los gringos. ​

Este contexto político, marcado por la Violencia y la represión, se entrelaza con la experiencia personal de Burroughs, añadiendo una capa de tensión y peligro a su viaje en medio de una Colombia real, con el atraso manifiesto en los servicios públicos e inmersa en la miseria.





William Burroughs & Allen Ginsberg

 

Hotel Niza. Pasto, 30 de enero, 1953.

Tomé el ómnibus hasta Cali porque el autoferro estaba con el cupo completo durante varios días. Los policías revisaron el ómnibus varias veces y a todos los que estaban dentro. Yo llevaba el revólver metido bajo los medicamentos, pero en esas paradas sólo me revisaron a mí. Es evidente que quienquiera que llevara armas eludiría esas paradas o pondría las armas donde esos descuidados policías no las buscaran. Todo lo que se consigue con el sistema actual es molestar a los ciudadanos. No he conocido a nadie en Colombia que hable bien de la Policía Nacional.

La Policía Nacional es la Guardia del Palacio del Partido Conservador (el ejército cuenta con un buen porcentaje de liberales y no merece completa confianza). Querido, la P.N. es el cuerpo de joven únicamente horroroso sobre el que jamás haya puesto los ojos. Son algo así como el resultado final de las radiaciones atómicas. En Colombia hay millares de esos extraños y rústicos jóvenes; sólo he visto a uno que pudiera considerarse elegible y ése tenía el aire de sentirse incómodos en su puesto. Si algo bueno puede decirse de los Conservadores no lo he oído. Son una impopular minoría de repelentes soretes.

El camino cruza y baja luego a la curiosa región intermedia del Tolima, en el límite de la zona de combate. Árboles, llanuras. Ríos y más y más Policía Nacional. La población cuenta con algunos de los individuos más parecidos y algunos de los más feos que haya visto. La mayoría de ellos parecen no saber nada mejor que hacer que contemplar el ómnibus y los pasajeros, y en especial al gringo. Se me quedaba mirando hasta que por fin yo sonreía o saludaba con la mano, para entonces responder con esa sonrisa desdentada y rapaz que recibe el norteamericano en toda América del Sur.

“Hola, Míster, ¿un cigarrillo?”

En un pueblo caluroso y polvoriento en que nos detuvimos a tomar un café vi a un muchacho de delicados rasgos cobrizos, una boca suave, hermosa, y dientes bien separados, con unas encías rojas y brillantes. Sobre la frente le caían unos hermosos cabellos negros. De toda su persona se desprendía una tierna inocencia masculina.

En uno de los puestos aduaneros me encontré con uno de la Policía Nacional que había peleado en Corea. Abriéndose la camisa me mostró las cicatrices sobre su poco apetecible cuerpo.

“Me gustan ustedes muchachos”, dijo.

Nunca me siento halagado por esa simpatía promiscua hacia los norteamericanos. Es ofensiva para la dignidad personal, y nada bueno puede esperarse de esos simpatizantes de los Estados Unidos.

Al atardecer compré una botella de coñac y me emborraché con el conductor del ómnibus. Me quedé en Armenia y al día siguiente seguí a Cali en el autoferro.

Con una vegetación semitropical de bambúes, bananeros y papaya. Cali es una ciudad relativamente agradable, con un buen clima. Aquí no se siente tensión. Cali tiene una tasa elevada de crímenes auténticos, no políticos. Hasta violación de cajas de caudales. (En América del Sur son raros los delincuentes en gran escala.)

Estuve con algunos amigos residentes estadounidenses que me dijeron que el país está en la miseria.

“Odian la sola vista del extranjero, aquí abajo. ¿Sabe por qué? La culpa de todo la tiene el Punto cuarto y esa tontería de la buena vecindad y de la ayuda financiera. Si Se le da algo a esta gente, enseguida piensan ¡aja, es que me necesitan! Y cuánto más se da a esos hijos de puta, peores se ponen.”

He oído este tipo de comentarios de viejos residentes en toda América del Sur. No se les ocurre pensar que lo fundamental que las actividades del Punto cuarto están en juego. Como los partidarios de Pegler en los Estados Unidos, que dicen: “Lo malo está en los sindicatos” Y lo seguirán diciendo mientras escupan sangre atacados por las relaciones. O en vías de convertirse en crustáceos.

Sigo camino a Popayán por el autoferro. Esta es una tranquila ciudad universitaria. Algunos me habían dicho que era un lugar de intelectuales pero no he visto a ninguno. Una curiosa hostilidad negativista domina en la ciudad. Mientras caminaba por la plaza mayor un hombre me llevó por delante sin pedir disculpa, la cara impávida, catatónico.

Estaba en un bar, tomando café, cuando un hombre joven con arcaico rostro judeoasirio, se me acercó y me echo una larga tirada acerca de cuánta simpatía por los extranjeros y cuánto sería el placer de invitarme con una copa o por lo menos con un café. Mientras decía esto, resultaba evidente que ni le gustaban los extranjeros ni tenía la intención de invitarme con un trago. Pagué mi café y me fui.

En otro café estaban jugando algo parecido al “bingo”. Entró un hombre lanzando unos curiosos ladridos de imbécil hostilidad. Nadie levantó la mirada del juego.

Frente a la oficina de correos había afiches del Partido Conservador. Uno de ellos decía: “Campesino, el ejército lucha por vuestro bienestar. El crimen degrada al hombre y luego no le permite vivir. El trabajo lo eleva a Dios. Cooperar con la policía y los militares. Ellos sólo necesitan vuestras informaciones.

Es vuestro deber abandonar la guerrilla, trabajar, saber cuál es vuestro lugar y escuchar al cura. ¡Qué mentiras tan viejas! Como si trataron de vender el Puente de Brooklyn. No son muchos los que caen. La mayoría de los colombianos son liberales.

Los agentes de la Policía Nacional andan con la cabeza baja por los rincones, incómodos y molestos, a la espera de poder disparar contra alguien o hacer cualquier cosa antes de estarse allí bajo las miradas hostiles. Tienen un gran camión celular gris que da vueltas y vueltas por la ciudad, sin nadie adentro.

Salí caminando de la ciudad, por un camino polvoriento. Tierras onduladas de hierba verde, vacas, ovejas y pequeñas granjas, En el camino encontré una vaca terriblemente enferma, cubierta de polvo. Al costado del camino un altar con el frente de vidrio. Los terribles rosados, azules y amarillos del arte religioso.

Vi una película corta sobre un cura de Bogotá que dirige un horno de ladrillos y fabrica casas para los trabajadores. El corto muestra al cura acariciando los ladrillos y dando palmaditas en el hombro a los obreros y en general repitiendo la misma mentirosa representación católica. Un tipo flaco con ojos delirantes de neuróticos. Al final pronuncia un discurso cuya moraleja es: Dondequiera que uno encuentra el progreso social o buen trabajo o cualquier cosa buena, allí se encontrará una Iglesia. Su discurso no tenía nada que ver con lo que realmente estaba diciendo. Es imposible no percibir la hostilidad neurótica en sus ojos, el miedo y el odio a la vida. Allí sentado, con su uniforme negro, se revelaba claramente como el abogado de la muerte. Un hombre de negocios sin la motivación de la codicia, una cancerosa actividad estéril y mortal. Fanatismo sin fuego, o una energía que exuda un mohoso olor a podredumbre espiritual. Parecía enfermo y sucio –aunque supongo que, en realidad, estaba limpio- con un vago aspecto de dientes amarillos, ropa interior sucia y trastornos hepáticos psicosomáticos. - Me pregunto cuál podrá ser su vida sexual.

Otro corto mostraba una reunión del Partido Conservador. Todos parecían congelados, como una costra helada sobre el país. La audiencia guardaba un completo silencio. Ni un solo murmullo de aprobación o de disentimiento. Nada. Propaganda desnuda que moría en un silencio mortal. Al día siguiente tomé un ómnibus para Pasto. La entrada esa ciudad fue como un golpe en el estómago, un impulso físico de depresión y de horror.






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