Una travesía por Urcunina, la montaña de fuego


Mario Delgado-Noguera 








Una crónica de viaje por el Volcán Galeras, en Nariño, Colombia, publicada en el Diario del Sur de Pasto, hace varios años


Un viaje borroso en la memoria. Se diluye como la niebla espesa y rápida que alcanza las faldas del volcán Galeras desde el cañón del río Pasto. Cuatro de nosotros habíamos sido los iniciados en ese viaje: el Bolas, el Javier, y yo bajo la idea original del Mote Gutiérrez. Nos reunimos en su casa una de tantas noches en las que se juntaban los imposibles y los proyectos. La casa tenía muchos estantes llenos de libros y las habitaciones -en construcción- era tan anómalas como uno de esos espacios perversos de Lovecraft. Nos mostró un mapa roñoso y una vieja fotografía aérea. El viaje duraría dos días y seguiría la vieja ruta de los guaicosos de Sandoná y Consacá hacia la ciudad de Pasto. Era -nos decía el Mote- un camino de herradura utilizado desde la Colonia para trasportar panela y otros productos de la tierra caliente. No se sabía mucho de él pero como dato curioso el padre Álvarez decía en una de sus cronologías, que en 1911, campesinos del guaico habían transportado el cadáver de un obispo que había muerto en una visita pastoral a Consacá. El camino circundaba el volcán Galeras cerca de su cúspide, aunque no alcanzaría los cuatro mil metros de altura. Desde la ciudad se lo veía perderse cerca de una loma llamada por su forma loma Redonda y que crecía en el lindero occidental de la gran masa volcánica.


Mapa del viaje por Javier Lasso


Al volcán lo llamábamos en esa época Urcunina, montaña de fuego, su nombre indígena que en esos tiempos iniciáticos tenía un significado poético y cercano a la búsqueda de imposibles y de reinos perdidos a la memoria y a los ojos. Buscábamos entonces maneras de mirar escamoteadas por el tiempo de los hombres, algunos pasos recorridos por remotos ancestros con apariencia de entierro quillacinga, las plantas mágicas de los dioses antiguos que acercarían a una sensibilidad entumecida por el mundo decadente. Basta recorrer los primeros poemas del Cheo, uno de los futuros viajeros; recuerdo que uno de ellos se refería a los ojos de agua como la savia que destilan las montañas y el páramo. Los páramos y las alturas eran los sitios menos contaminados donde el cuerpo mortal podía elevarse como lo hacían las águilas del Morasurco.

En el mapa figuraba un camino pero no aparecía un trecho de unos quince kilómetros. Por su parte, la vieja fotografía mostraba esa zona de una manera difusa. Esa noche se construyeron varias hipótesis sobre la ausencia de registros y las maneras de recorrerlo; un aire de aventura envolvió el ambiente de esa lejana noche pastusa. Convinimos en vernos a las siete de la mañana siguiente en mi casa de San Ignacio pues era la mejor situada para el itinerario del viaje y parece que siempre ha sido el sitio de reunión logística para todos los desmanes, rumbas y viajes. Claro, no podíamos beber esa noche, lo que se constituyó en un sacrificio general. Pero como somos tan buenos cristianos, aceptamos ese tipo de sacrificios. Además, al amanecer estaríamos cerca del Cielo.

A las siete de la mañana siguiente nos reunimos los cuatro viajeros. El Bolas llegó con su atavío característico, parecía uno de los enanos de Khazad-dûm. Debajo de los bluyines, adivinábamos que irían mallas de la Leydi, su mujer. El Mote parecía traerse su casa lovecraftiana a cuestas pues su morral tenía sótano y terraza y una herrumbrosa olla pendía de una de sus correas; allí se cocinarían sus famosos garbanzos. El Javier era lo pragmático en persona, un buen remedo del gringo explorador a quién no se le olvida un detalle. Algo escondido y secreto anidaría en uno de los bolsillos de su morral. Con sus fuertes manos cubiertas de guantes de medio dedo, arreglaba el último detalle y yo, claro, una cómica mezcla de los tres pero bajo el estilo de boy-scout, muy jesuita y obviamente, tratando de desembarazarme de algún bártulo y cargárselo a alguno de los tres.

Fui el encargado de convencer a mi mamá para que nos acercara en su destartalado Fiat a San Vicente, un viejo pueblo de indios a los pies del volcán. Aceptó de mediana gana. Allí en ese pueblito idílico, donde se comían los cuyes de antaño y donde crecían los choclos dulces de clima frío, completamos el equipaje con las botellas de aguardiente, la panela y los pielrrojas. Ese infaltable trío que completa el sabor del paisaje. Después de la despedida iniciamos el camino. La mañana era fresca; el ánimo bueno aligeraba las mochilas pesadas a la espalda para subir la cuesta que en para ese momento no era pronunciada y acordamos que la primera parada sería el lindero del gran bosque de pinos que lamía la falda del volcán que ascendía desde Mapachico como una frazada verde. Se tenía a la vista el “verde muy verde” valle de Atriz de una manera cada vez más vertical. Cuando pasamos cerca de una chorrera al Javier se le ocurrió lo reconfortante que sería un baño con esa agua pura. Yo pensaba que su temperatura posiblemente mataría a un cardiaco pero los deseos de automortificación del Javier eran inmensos. No recuerdo si arrastró en su empresa al Mote o al Bolas pero después de verlos tan dispuestos para la marcha me arrepentí de no seguir los pasos del maestro.


Más allá del límite del bosque de pinos la vegetación se hizo más escasa y empezaron a predominar los pajonales caídos por el viento que era fuerte y cortante. Los ruidos que provenían del mundo eran diferentes, me parecían puros y primigenios. Nos estábamos alejando cada vez más de los lugares habitados y yo percibía una nueva sensación en el combo: éramos un grupo aislado y primitivo, tendríamos que valernos únicamente de nuestras fuerzas en esta aventura. Hicimos un alto y tomamos café y aguardiente. Una tenue neblina en jirones no impedía ver el extinto Morasurco a nuestra misma altura nuestra ni la cadena montañosa que lo une con el Bordoncillo. Al occidente las planicies de Cano se dibujaban claramente caminando hacia el rio Patía lo mismo que la cordillera Occidental y su interrupción brusca en la hoz de Minamá.


Después de tres horas de camino nos sentíamos orgullosos de haber abandonado la Villaviciosa, rompiendo con la monotonía de la ciudad, de sus encuentros y desencuentros y de sus muchas falsedades cotidianas. Reiniciamos el camino que en este momento era ancho, casi un carreteable y alcanzamos a ver Loma Redonda, una mole cubierta de vegetación de páramo, misteriosa e independiente del lindero del volcán. Conversamos que podía ser un volcán secundario y recordamos entonces que el Galeras era un volcán activo y peligroso; quizás estaba en nuestra memoria remota pero sólo al ver un volcán paralelo pudimos exteriorizar nuestros apremios. Desde el año 1500 el Galeras había tenido 20 erupciones registradas y tres años después de este viaje habría de matar a seis vulcanólogos de varias nacionalidades que se atrevieron a explorar su boca en plena actividad.

La iglesia de Cristo Rey de la ciudad de Pasto 
en primer plano
Tuvimos la sensación de estar muy cerca del fuego subterráneo y afinando el oído no solo se escuchaba el rumor del viento del páramo sino otros ruidos profundos. Al avanzar un poco pudimos observar que detrás de la loma se abría un abismo abrupto y logramos ver la región del municipio de Nariño. El pueblito se veía minúsculo desde esa altura de vértigo. Creo que ahí caímos en cuenta de la altura que habíamos alcanzado, quizás los 3.200 a 3.500 metros. No creo ahora que el cálculo este errado pues a esta altura ya hay vegetación de páramo con sus frailejones que parecen una multitud de personas estáticas y silenciosas, seres acuosos de la alturas que ascendían por las laderas de loma Redonda. Brindamos por el páramo con un buen buche de aguardiente y seguimos. La sorpresa fue que terminamos de subir y empezamos una bajada por un camino angosto y pedregoso, un camino de herradura. Con la carga de las mochilas el andar se hizo penoso y empecé a sentir dolor en las rodillas que se acentuaba con el frío que se había hecho intenso. Me había puesto pantalones cortos asumiendo que eran más cómodos para la marcha pero creo que cometí un error pues el frío taladraba la piel.

La neblina se hizo espesa y empezamos un descenso al trote, tal vez impulsados por la carga a las espaldas. Fueron unos momentos angustiosos, la tarde caía y una oscuridad ominosa cubría ese paisaje yerto. El páramo había terminado y el camino estaba labrado en las paredes negras dejando ver hacia abajo un abismo desde donde subía una neblina en un vórtice de gigantescos remolinos. Quizás avanzaríamos casi sin descanso y en silencio unas dos a tres horas en una gran curva anclada en los muros pétreos del volcán. Sin embargo de manera repentina y sorpresiva pasamos del paisaje helado de la roca desnuda a una magnífica vegetación tropical. Una tibieza húmeda se respiraba ahora, tan diferente al aire frio del viento cortante. Se abría un mundo diferente con clima, temperatura y con vegetación nuevos, y los paisajes de Samaniego y la cordillera Occidental se divisaban azules. Hacia arriba las paredes del Galeras eran cornisas verticales, cubiertas otra vez por pajonales. Hacia abajo, el camino se insinuaba sinuoso con juncos y enredaderas en los árboles que eran lo suficientemente altos como para no dejar filtrar la luz del sol y abrigar al sendero en la penumbra; el piso destilaba agua y un vaho de ciénaga se levantaba como la respiración de un gran organismo. Pensé en uno de los libros de Alejo Carpentier, Los Pasos Perdidos. El protagonista visita Orinoco adentro la boca de un volcán extinto en compañía de un misionero. Cuando se asoma al borde ve una vegetación perdida: enormes flores con un rojo de sangre que parecen tender una red de fascinación, un mundo sin huellas humanas. El cambio tan drástico de paisaje fue abrir una puerta escondida a un mundo ignoto. Estábamos exaltados. No nos sentimos defraudados de nuestra aventura pues habíamos pasado por un ónfalos, por una apertura ignorada donde el mundo imaginado existía y podíamos palparlo, aunque no tuviéramos la seguridad del retorno.

Descansamos del descenso cuando la tarde caía y empezamos a pensar en montar el campamento. El Mote sacó pan y dulce de guayaba de su mochila, yo extraje salchichón y creo que el Bolas arroz. El líquido, ardiente o no, era del encargo del Javier. Al borde del camino sinuoso, empezamos a comer todavía en trance por la visión del paisaje. Sabíamos que hasta ese trecho el camino era correcto pero empezábamos la parte del mapa que no tenía registro y debíamos atravesar esa vegetación y llegar a tientas a un punto del mapa llamado el Barniz. Escudriñando el mapa la discusión sobre el rumbo a tomar se tornó agitada. Suponíamos que el camino se bifurcaría una hora larga más abajo: una de las bifurcaciones bajaría por el cañón del río Azufral hasta llegar a Consacá y el otro, tomaría hacia el occidente para llegar a un punto cercano a Sandoná, sin embargo el sitio de la división de los caminos se haría bajo un techo de copas de árboles y con la oscuridad avanzando de manera brusca, a la manera del trópico. A esas alturas había una buena probabilidad de extraviarnos. Yo sugería dirigirnos siempre hacia la izquierda, hacia el oriente; de esta manera podríamos llegar a Consacá o por lo menos a un paraje cercano al pueblo, entonces, con un punto de referencia acamparíamos con mayor seguridad. Era obvio que el Barniz lo pasaríamos a oscuras. El Mote, en ese momento del viaje ya lo llamábamos el adelantado Mote de Gutiérrez, por su indiscutible y a veces insufrible liderazgo, opinaba lo contrario aduciendo que si tomábamos el camino hacia occidente estaríamos más cerca de Sandoná y el camino sería fácil, sin tanto declive y accidentes. Como la oscuridad invadía hasta las sombras de los árboles empezamos a descender ya que la opinión del adelantado había prevalecido en el grupo y aceleramos el paso para ganar los últimos estertores del ocaso. Estábamos cansados y ni siquiera el aguardiente nos reconfortaba: el máximo deseo era echarse y descansar. Mis rodillas protestaban a cada paso y el deseo de mandar la mochila a la misma mierda era cada vez más fuerte.

Descendimos por el sendero que por fortuna ya no era pedregoso, quizás unas dos horas. Los pájaros nocturnos iniciaban su canto. Llamadas y quejidos a ambos lados del camino acompañaron nuestro trayecto. En ese momento comenté lo loco que sería encontrarnos con alguien en este paraje pero se desechó la idea no tanto por lo descabellada sino por lo estremecedora. Imaginamos varias veces la vida de los guerrilleros en las montañas de Colombia y su sabiduría para pasar largos años en parajes como ese. El Mote guiaba al grupo a grandes trancos armado con una linterna comprada seguramente en un agáchese de la Merced. Sabíamos por el almanaque Bristol que la luna saldría tarde pero aparecieron las primeras estrellas y eso nos reconfortó. “Un aguardiente” propuso el Bolas que era especial para dar el quiebre a situaciones anómalas y lo aceptamos de buena gana. Preparamos pielrojas y percibimos que el bosque empezaba a ralearse. Según el adelantado nos acercábamos al Barniz y después empezaría de nuevo la parte reconocible del mapa. El ansia por acampar se hizo apremiante.

Por fin encontramos el lindero del bosque y un lugar para acampar. Lo habíamos elegido sobre la cresta ancha de una gran hondonada y se oía el sonido de una cascada. El límite del otro filo de la montaña, que quedaba al frente nuestro, se veía como el lomo negro de un gran animal. Con las linternas prendidas y la pequeña petromax del Javier empezamos a construir el campamento. Nos dividimos las tareas: el Javier y yo armamos las carpas mientras el adelantado Mote de Gutiérrez preparaba los garbanzos con algún adobo y el Bolas recogía leña en el lindero del bosque para la fogata. Estábamos luchando contra los mástiles de la carpa cuando nos alarmamos al escuchar un quejido que salía más allá de los límites de luz de la petromax y entonces vimos en la oscuridad, en contraste, lívida y transformada por el miedo, la cara histriónica del Bolas:

“Acabo de ver un bulto. Estoy cagado de susto”.

“Puede ser el duende” dije con una risita estúpida.

Nos sobrecogió la noche y tomamos otro buche de aguardiente. Nos apresuramos a hacer la fogata tratando de no burlarnos de la enorme carga de los cuentos de miedo de nuestra niñez contados a las orillas de un fogón de las viejas casonas con solar que rodeaban a la iglesia de Santiago en la Villaviciosa. El resplandor de la luna que empezaba a nacer entre las nubes grises nos dio el último empuje para cocinar los garbanzos y al Bolas hacerle olvidar su visión aterradora.

Los cráteres del volcán Urcunina

El Javier echó un conjuro al aire y sacamos la radio donde una emisora ecuatoriana se relamía en los valses tristes de Julio Jaramillo. La cascada se oía a lo lejos y con la luna se podía ver que estaba situada bajando un buen trecho de terreno. No teníamos agua suficiente, así que alguien debía bajar por ella. Yo estaba tan adolorido de las rodillas que el sufrimiento ya hacía parte de los problemas del grupo y estaba descartado. El Bolas no quería apartarse un centímetro de la luz protectora de la fogata. El Javier y el adelantado eran los candidatos pero la bajada no parecía verdaderamente el sendero florido de los libros de cuentos infantiles. Rogamos entonces por agua y nos dimos cuenta ya tardíamente que no era éste un paseíllo de verano sino una escabrosa aventura donde no se podía dejar nada al azar. Por fin se propuso seguir con la improvisación y echarlo a las suertes, pero empezó a caer una llovizna de páramo y dejamos que corriera por los filos de la carpa hasta llenar poco a poco la olla herrumbrada.

Entonces supimos que habíamos llegado al sitio donde los deseos se cumplían. Una cascada de agua pura, el duende, los conjuros del Javier y seguramente el cueche que anidaría en el pozo que formaba la caída de agua eran la conjunción necesaria para esta clase de magias. Pero la jornada solo nos daba ánimos para pedir un buen descanso y una buena comida cosas que se cumplieron en esa noche lejana.

Al día siguiente, despertamos entre una sucesión de laderas con vegetación baja y un suave valle que se abría una vez que la cascada caía formando una lenta quebrada. Decidimos, ya cansados por la discusión pasada, seguir su curso aunque fuera hasta el mismísimo Guáitara o al Patía si fuera necesario. Mis rodillas estaban peor, tiesas y adoloridas al movimiento. Hicimos un chocolate fuerte con pan y recobramos las fuerzas.

Levantamos el campamento sin muchas prisas. El día aparecía con un cielo suave y desdibujado. Hacía un frío soportable. Al bajar me di cuenta que si descendía de espaldas el dolor casi desaparecía. Continué así hasta el fin del viaje. Cada uno de mis compañeros me aligeró de las cargas y de esta manera con ánimo mamagallista seguimos el curso de la quebrada hasta dar con el primer potrero con su cerca, puerta de golpe y camino campesino. Caímos en la tristeza y alegría a la vez pues salíamos de la aventura pero también se abría un descanso prometedor y comida caliente. Nos hicimos fotos y en una de ellas aparezco con mi marcha anómala pero segura, torciendo el cuello y con una sonrisa un poco forzada por el esfuerzo. No era una manera muy rápida de avanzar pero supimos que hay muchas maneras de llegar y que a veces la mejor manera de llegar hacia delante era caminando hacia atrás.


Ultima erupción del volcán e incendio de sus laderas


No tardamos en comentar los sucesos de la noche y la magia que circundaba ese paraje. No cabían dudas. Volveríamos y arrastraríamos el mayor número de amigos posible. Hablaríamos en las noches de este viaje con palabras seductoras en medio de cervezas y algunos otros picantes. Descendimos por el camino campesino atravesando varios potreros y cercas hasta llegar a un carreteable veredal. La cadena montañosa de la Cordillera Occidental que está frente a Sandoná se hizo familiar y llegamos a una de las veredas que rodean la ciudad de la catedral de piedra y de la maravillosa artesanía de paja.

Atrás dejábamos el camino escondido del sol y los vértigos de las alturas. Y compartimos la sensación de haber rozado lo desconocido. A pesar del dolor de las rodillas pensé que ese camino sería el de siempre, un camino febril, camino para la memoria, camino hacia arcoíris que nacen en otras orillas y que hacen sus pausas en estanques olvidados en lugares de los Andes aún sin nombre. Siempre tendría lista mi mochila para salir sin quedarme quieto, ansioso de los vericuetos verdes de las montañas del sur, preparado para no echar raíces.





Comentarios

Unknown ha dicho que…
La musica colombiana y los grupos culturales que le aporten a el pais hay que tenerlos en cuenta y apoyarlos. También, el turismo es algo muy especial que tiene el país.

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