Retratos en un mar de mentiras, una película que describe a la Colombia actual
Mario Delgado Noguera
En reciente entrega de la revista Arcadia dedicada a las interesantes facetas culturales que presenta Medellín, me llamó la atención una frase referente al cine que hacen los paisas. El columnista, Ricardo Silva, señalaba que los cineastas de la región están aprendiendo a narrar la violencia. Creo que eso es lo que ha pasado con la película “Retratos de un mar de mentiras” del director Carlos Gaviria, que ha sido reconocida con el Premio Ciudad de Venecia. Un premio que ha sido creado por la alcaldía de Venecia para las películas de empeño social provenientes de países del Tercer Mundo como Colombia.
Aparte de la polémica existente en la violencia como temática preponderante en el cine colombiano, el espectador en el cine quiere simplemente que le cuenten bien una buena historia. Pero también se requiere que le muevan el butacón de la sala de cine de vez en cuando.
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Los actores Julio Román y Paola Baldión |
Retratos en un mar de mentiras (2010) relata uno de los miles de dramas que acosan a los colombianos desplazados y que han perdido su tierra y desean recuperarla. Lo que la hace atractiva es su adecuada narración cinematográfica de una historia cotidiana y actual, y la actuación de la actriz Paola Baldión en el papel de Marina cuya mirada extraviada resume de una manera atroz el acontecer de esas familias.
En un destartalado Renault 4 unos primos desplazados hacen un viaje desde el agresivo sur de Bogotá a la Costa por las inclinadas y peligrosas carreteras colombianas. Quieren recuperar su tierra usurpada. El director crea con ese intento de retorno un relato sobre un hecho que golpea la memoria reciente de los colombianos, alguna vez tergiversada perversamente como “turismo nacional” por el ideólogo del uribismo, hecho común en los pasados ocho años de gobierno.
Las tergiversaciones y la mentira fueron la forma de gobernar y sembrar el miedo en los dos periodos de Alvaro Uribe (2002-2010). Hagamos un ejercicio de recuerdo: en ese lapso desde la Casa de Nariño, la casa de gobierno en Bogotá, se equiparó a la oposición con el terrorismo (apátridas, se gritaba) en uno de los muchos hábitos cotidianos de falsedad pues daba réditos políticos y vitrina machacante en los medios de comunicación cómplices o pagados.
Ahora, en el transcurso de este año del nuevo gobierno que preside Santos, es distinto pues han parado los falsos positivos pero su gobierno se fuerza a tratar la realidad con un optimismo patológico que desea borrar toda la crudeza y la desigualdad que nos agobia.

Como el espectador esperaba, la ilusión de los protagonistas de recuperar su tierra se quiebra estrepitosamente en el clima tropical -falsamente festivo-, y hostil de la región de la Costa donde aún mandan los usurpadores de las tierras en total impunidad de tal manera que la película hace tropezar el optimismo del gobierno colombiano elaborado con cifras, minería, inversiones y rankings y, finalmente, tanto en la cinta como en la realidad del día a día, aquel entusiasmo se deja caer en la cruda llaneza del estado de las cosas…
La escena final en el mar donde Marina arrastra el cuerpo de su primo moribundo que quiere como último deseo ver el mara que imaginaba desde la altiplanicie bogotana, -metáfora de muerte y vida-, quizá da un atisbo de esperanza para que alguna vez se sane y se repare el inmenso drama de los cuatro millones de desplazados. Las historias del acontecer reciente en Colombia bien relatadas y cuando conducen a un aterrizaje forzoso del globo del consumismo y el neoliberalismo, son necesarias.
El director Carlos Gaviria ha construido con su cinta un espejo donde nos lleva a la memoria reciente y recuerda a los colombianos lo muy poco que hemos avanzado en sanar nuestras heridas históricas.
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