De Germán Mendoza: El cuento perdido de Tomás Eloy Martínez

 Germán Mendoza Diago
Lo que más me dolió de la muerte de Tomás Eloy Martínez el pasado domingo, fue que no pude averiguar en qué cuento hay un personaje que, a punto de morirse, decide pasarse al cuerpo de otra persona y desplazarla para continuar viviendo.

Tomás Eloy Martínez, escritor argentino, 1934-2010
Me hizo la pregunta hace más de 15 años, cuando salimos de la última sesión de trabajo en la Casa de España, donde nos habíamos reunido nueve periodistas para materializar el viejo sueño de Gabriel García Márquez de fundar una escuela de periodismo en Cartagena.

Durante tres días, de 9 a 12 del día y de 2 a 5 de la tarde, hablamos sobre lo que les faltaba a los periodistas jóvenes, lo que no enseñaban en las facultades de comunicación, lo que necesitaban los reporteros para que el oficio recuperara su aliento creativo.
El viernes, último día de trabajo, salimos a las cuatro de la tarde, y Tomás Eloy me pidió que lo llevara a las librerías que estuvieran más cerca.

Terminamos el recorrido en la Librería Nacional, en la calle Segunda de Badillo. En vez de ponerme a mirar los libros, me interesó más observar lo que a él le llamaba la atención. Quería leer escritores colombianos jóvenes, especialmente cuentistas.

Vio un ejemplar de “Las muertes de Tirofijo”, de Arturo Alape, y leyó rápidamente lo que decía en la contraportada, la reseña de esas historias anecdóticas de la guerrilla, cuyo hilo conductor fueron las informaciones que cada cierto tiempo aparecían en los periódicos nacionales, informando que el jefe de las Farc había muerto en tal o cual circunstancia.

Tomó el libro, junto a otros tres o cuatro, y me dijo que la muerte era el único tema ineludible en la literatura, y que uno de los mejores cuentos que había leído sobre la vida, era en realidad un cuento sobre la muerte, sobre un cadáver para ser más exactos.

—¿Qué cuento es? –le pregunté interesado.
—La muerte y la muerte de Quincas Berro Dagua –me respondió.

Es una extravagante historia de Jorge Amado, en la que un grupo de borrachos empedernidos parrandean con el cadáver de un amigo muerto, y lo llevan de bar en bar como si estuviera vivo. 
Enseguida, Tomás Eloy me dijo que hacía unos años había tomado una revista rota en un consultorio médico, en la que había un cuento, pero la página donde comenzaba la arrancaron, de manera que no pudo leer el comienzo ni supo quién lo había escrito, pero la historia le conmovió mucho.

—Era un hombre que decidió ser inmortal y sacó su presencia del cuerpo y la dejó vagando en la sala de su casa, donde su esposa la sentía cuando se acercaba a un cenicero, a la chimenea o un sillón donde solía sentarse a leer –me contó Tomás Eloy.

Di un salto y pretendí asombrarlo con mi “sapiencia literaria”, respondiéndole casi al instante:

—Es “La invención de Morel” de Bioy Casares.
—No, conozco muy bien las historias de Bioy Casares, y en la de Morel, la presencia del hombre queda en una especie de bastidor, en el aparato que inventó –me contestó Tomás Eloy.

Miró dos o tres estantes más, pagó los tres libros que había escogido y salimos hacia el Parque de la Marina, donde yo había estacionado el viejo Fiat Mirafiori blanco que tenía entonces.
Me subí y le abrí la puerta para que él se subiera, y cuando prendí el carro, recordé aterrado que el vidrio de la ventanilla del pasajero no abría, y el aire acondicionado no funcionaba. Rápidamente salí rumbo al Hotel Caribe, donde estaba alojado Tomás Eloy, pero fue un recorrido tenso, yo lo veía sudando y tratando de bajar el vidrio, hasta cuando no pude soportar más y le dije:

—Maestro, disculpe, pero es que el vidrio no puede bajarse.

Entonces soltó una carcajada amplia y sincera, diciéndome que si pudiera ver mi propia cara en ese momento, también me iba a morir de la risa.

—Cuando estaba en El Nacional de Caracas, yo tenía un coche más viejo que el tuyo –me dijo para tranquilizarme.

Algún tiempo después, Tomás Eloy Martínez dictó el segundo o tercer taller de la recién creada Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, al que asistimos 12 editores de medios colombianos y dos venezolanos, en la sede de El Universal.
Allí conocimos la enorme pasión periodística que Tomás Eloy llevaba dentro. Fueron días de revelaciones contundentes sobre el oficio, que surgían de su experiencia y de la discusión de los problemas que se nos presentaban a diario en los periódicos y revistas, de la difícil labor de escoger lo que se iba a publicar, de las peleas con los reporteros y con los de publicidad.
Allí se nos mostró el maestro de periodismo, el hombre que dedicó su vida a demostrarse a sí mismo y a todo el mundo que para ser periodista se necesitaba la vocación irrenunciable de contar historias.
En la cena de clausura del taller, en el restaurante La Vitrola, en medio de las anécdotas que iban y venían con las cervezas y el vino, Tomás Eloy se acercó y me dijo:

—Todavía no he podido encontrar aquel cuento del que te hablé.
—Maestro, le prometo que lo buscaré con su misma dedicación –le respondí.

En los primeros días de marzo de 1996, estaba saliendo del Centro de Convenciones, donde acababa de ver una película del Festival de Cine, cuando escuché ese acento argentino atenuado por los años de residencia en Estados Unidos:

—Hola, Germán, ¿encontraste el cuento?
—No, maestro, pero no me he rendido –le respondí a un sonriente Tomás Eloy Martínez que me abrazaba con una cordialidad que me sorprendió y alegró mucho.

Ese año, él hacía parte del jurado de la sección oficial del Festival de Cine, junto con el escritor Germán Espinosa.
No había perdido su serena descomplicación, a pesar de que por ese tiempo su nombre resonaba en los ámbitos literarios y periodísticos, como profesor distinguido de la Universidad de Rutgers en New Jersey y director de su programa de Estudios Latinoamericanos.
Recordamos los días en que coordinó el trabajo y la discusión que precedió a la constitución de la FNPI, me preguntó si el enfoque de los talleres había tenido buenos resultados en el trabajo de los periodistas y me recordó una anécdota que presenciamos los dos, poco después de dictar el taller de edición en El Universal.
Al comienzo, García Márquez asistía a todos los talleres y esa vez no fue la excepción. Me acuerdo que llegaba al periódico con bermuda, medias deportivas y zapatos tenis, hablaba con los asistentes al taller y recorría la redacción regañando a uno que otro periodista.
Había una muchacha de Medellín estudiante de Comunicación Social y practicante en un diario paisa, que llegó a Cartagena intentando asistir al taller de Tomás Eloy, pero no estaba inscrita. Después asediaba al Premio Nobel, pidiéndole una entrevista, le hablaba cada vez que salía de la sede de El Universal, hasta el último día del taller, cuando Gabo se detuvo y le dijo:

—Mira, niña, ¿por qué no me acompañas a unas compras?

Por supuesto, ella no lo pensó y se fue tras el escritor, rebosante de dicha.
Por la noche, en la cena de clausura del taller, yo estaba conversando con Tomás Eloy y el periodista venezolano Fabricio Ojeda, cuando se acercó García Márquez y nos contó qué había pasado con la muchacha.

—Estuvimos como dos horas, hablando de todo un poco mientras yo hacía las compras, y cuando me despedí de ella, tiene el descaro de decirme: maestro, ¿cuando me da la entrevista?

Era contra ese espíritu anquilosado y perezoso contra el que se rebeló Tomás Eloy Martínez.

Lo vi por última vez en la Asamblea de la SIP que se hizo en Cartagena a mediados de 2007. Lo fui a saludar con mucho cariño y vi en su rostro el sello de la tristeza y el dolor por la muerte del ser a quien uno quiere demasiado. En el período entre finales del siglo XX y comienzos del XXI se había ganado el Premio Alfaguara de Novela, y había publicados varios libros.

—¿Encontró al fin el cuento? –le pregunté, pasado por alto ese aire de ausencia que ahora tenía.

Se le iluminaron los ojos por unos breves segundos, y luego un tono sombrío volvió a su rostro.

—Te sigue quedando de tarea –me respondió, mientras me daba el mismo abrazo de doce años atrás.

Publicado en El Universal de Cartagena de Indias, 7 de febrero de 2010

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