Yo viví el terremoto de Popayán: crónica de un sobreviviente
A las 8
horas 12 minutos y 5 segundos del 31 de marzo de 1983, un Jueves Santo que
había sido precedido por tres días de calor inusitado y por un aguacero
torrencial de dos horas la víspera, a los habitantes de Popayán nos estremeció
un poderoso ruido de avión a propulsión, cercano y aterrador, seguido por un
movimiento vertical repentino y breve, y luego otro movimiento horizontal más
prolongado, hasta terminar en un impacto seco, como si dos enormes tractomulas
se hubieran chocado de frente. Fueron 18 segundos interminables de un terremoto
de 5.5 grados en la escala de Ritcher, que destruyó a Popayán hace 30 años. Según
el Instituto Geofísico de los Andes, el epicentro del sismo fue ubicado a 46
kilómetros al suroeste de la ciudad y el hipocentro a 4 kilómetros de
profundidad, y la energía liberada fue equivalente al estallido de 500
toneladas de TNT o a una explosión nuclear de 10 kilotones.
Una mujer mira desconcertada la destrucción en el terremoto de Popayán |
En 1978,
a los 18 años, me había ido a estudiar a Popayán, y cuatro meses antes de
cumplir los 23, vivía en una pieza del tercer piso de las residencias
universitarias. La noche del 30 de marzo, Giovanni Quessep, un poeta de San
Onofre y profesor de la Universidad del Cauca, nos había invitado a mí y a otros tres amigos a su apartamento situado en los extramuros, a donde llegamos
con cinco botellas de ron cubano que tomamos lentamente, alternando pasabocas
de queso con limón, empanaditas de pipián y uvas pasas mezcladas con maní. Poco
antes de las 4 de la madrugada, para no poner a Giovanni en la molestia de
llevarnos en su carro hasta el Centro, donde quedaba el edificio de tres pisos
de las residencias estudiantiles, aceptamos dormir en su sala, pero 6:45 de la
mañana todos nos despertamos súbitamente y fuimos a desayunar donde otro amigo
que vivía cerca. Allí sentimos el estruendo
cataclísmico.
Estábamos
en una casa de una sola planta, fuera del Centro Histórico de la ciudad,
apabullados por la danza aterradora de las paredes, los muebles y las ventanas,
y salimos corriendo hacia la calle sin pensarlo mucho, viendo que de otras
cinco o seis viviendas vecinas también salía gente apresurada y temerosa. Excepto
un muro resquebrajado en el portal de una pequeña capilla cercana, llamada La
Jimena, las casas de ese sector no parecían haber sufrido daños, y respiré
aliviado, suponiendo que era un temblor más, como los tres que había sentido en
los cinco años que llevaba viviendo en Popayán. Sonreí intentando compartir el
alivio con uno de mis amigos, pero vi su rostro pálido y desencajado, y
lágrimas que salían de sus ojos abiertos de pánico. Volví la cabeza para ver lo
que él veía: desde el Centro Histórico se elevaba hacia el cielo una descomunal nube oscura y densa, con la misma
forma apocalíptica de los hongos de una explosión atómica.
Germán Mendoza |
El dueño
de la casa sacó su pequeño Renault verde y nos encaminamos hacia el origen de
aquella inmensa nube, viendo a lo largo de nuestro recorrido a la gente
corriendo de un lado a otro, asustada. Faltando 12 minutos para las 9 de la
mañana, entramos a la primera calle del sector histórico y vimos los grandes
destrozos a lo largo de la Carrera Cuarta, donde cuatro casas de habían
desplomado, dejando los andenes inundados de trozos de paredes blancas,
fragmentos de puertas y ventanas, en medio de una niebla de polvo oscuro que
reducía la visibilidad. Había hombres y mujeres en los huecos que habían sido
ventanas y en las puertas desencajadas de sus casas, inmóviles, mirando
estupefactos al vacío, a su propia e inesperada desventura. Después de dejar a
tres niños pequeños a salvo en un lugar abierto de la esquina, dos mujeres se
lanzaron frenéticas en busca de un familiar anciano que había quedado bajo los
escombros de una de las casas.
Tres
cuadras más adelante, vimos la Torre del Reloj, el símbolo arquitectónico de
Popayán, atravesada por una grieta enorme y despiadada, que amenazaba partirla
en dos. Vimos que ya no estaba la enorme cúpula blanca de la Catedral y ahora
sólo sobresalía un fragmento esférico, mientras en el suelo se desparramaban
trozos de ladrillos, mampostería y columnas con sus volutas blancas rotas en
pedazos. Pero sólo comprendimos que se trataba de un cataclismo cuando miramos
hacia la esquina del café Alcázar, aquel sitio donde los estudiantes, los
profesores, los burócratas de tercera clase, los aristócratas nostálgicos y
otra gente sin oficio iba a tomar tinto, y sólo había una montaña de escombros
y un espacio vacío que nos arrugó el alma. Sobre el pavimento de la esquina de
enfrente, los restos de las ventanas coloniales del Camarín de El Carmen
formaban un gran montículo, y tres calles más allá, la espadaña de La Ermita
reposaba destrozada sobre el empedrado de la calle cubierto de tierra menuda y
pastosa.
Una monja
con el hábito polvoriento y el rostro lleno de polvo, gritaba con
desesperación que debajo de los escombros de la Catedral había gente
atrapada, y los que estábamos cerca formamos una larga fila para irnos pasando
los ladrillos y los escombros de mano en mano, hasta cuando nos dimos cuenta
que era la tarea de rescate más absurda del mundo.—Hay mucha gente debajo
–gimió la monja resignada al ver que nos habíamos detenido. Ya no era la ciudad
pintada de impecable blanco, con sus calles limpias y sus balcones adornados
con enredaderas florecidas.
El
terremoto no dejo siquiera empezar ese año la parte gloriosa y sublime de la
Semana Santa, con las procesiones majestuosas de Jueves y Viernes Santo que
prometían ser más soberbias que nunca, y con los conciertos más importantes del
Festival de Música Religiosa, después del esplendoroso Concierto para Violín
opus 64 de Mendelssohn, que Hugo Valencia había interpretado magistralmente en
la Iglesia del Carmen, acompañado por la Orquesta Sinfónica del Valle.
—Se nos
acabó el pueblito –decía con la voz entrecortada César Negret, estudiante de
derecho de estirpe payanesa, mientras miraba a lo lejos.
Fuera del
Centro, en uno de los barrios populares arrasado por el terremoto, el
cementerio semidestruido mostraba las tumbas abiertas, rodeadas por mujeres que
lloraban sin parar, en una atmósfera lúgubre y siniestra que resumía
dramáticamente su dolor. La noche de ese jueves cataclísmico nadie durmió, no
sólo por las 80 réplicas del terremoto, sino porque la tristeza era demasiado
grande y las calles oscuras y solitarias se humedecieron con una lluvia menuda
y fría que cayó hasta la madrugadaAl día siguiente, casi diez mil personas asistieron al entierro de 112 de las 250
víctimas, la mayoría sepultadas bajo los escombros de la Catedral,
cuando asistían al primer oficio religioso del Jueves Santo.
Popayán,
situado sobre la cintura de fuego del Pacífico, había vuelto a sufrir un golpe
demoledor, como ocurrió en 1564 y en 1736. El domingo, me fui hasta Cali para
tomar un vuelo a Cartagena, haciendo parte de una caravana de carros en los que
muchos payaneses salían a refugiarse del dolor por unos días. Regresé a los
tres meses, y llegué a una ciudad desconocida, cinco días después de mi
cumpleaños, comprendiendo que el
31 de marzo sólo había sido el comienzo de un drama que duró años.
Antes del
terremoto, había una calle hermosa y empedrada, que remataba en la iglesia más
sencilla y hermosa que he visto en mi vida, y había un parque poblado de
árboles frondosos, donde descansábamos la noche de los días fatigosos tomando
un aguardiente cerrero y anisado. Ahora
sólo había una ciudad con heridas abiertas en sus casas destrozadas, con
oficinas públicas y salones universitarios de clase improvisados en los
rincones que no habían sufrido en su estructura, todo acumulado en
un laberinto de escritorios y sillas con olor a rancio y humedad. Ahora sólo había
unas calles que los funcionarios y profesionales que se habían mudado al norte,
y los estudiantes que regresaban a sus carpas levantadas sobre la fría hierba
del diamante de béisbol, iban desocupando desde las 6 de la tarde, huyéndole a
la oscuridad y frío.
Antes de
la destrucción, Popayán era una ciudad inesperada y encantadora, donde los
milagros ocurrían como parte de la vida cotidiana y cuya única conmoción eran
los bailes de fin de semana, donde los casi 4 mil estudiantes venidos de todo
el país se fundían en un abrazo sin prejuicios y se gritaban sin herirse en una
conversación de babel con acentos pastusos, paisas, santandereanos, vallunos y
caribeños. Era una ciudad que se volvía radiante en Semana Santa, cuando salían
las procesiones rigurosas a recorrer las calles iluminadas levemente y la
monótona repetición de los días se transformaba en una fiesta devota y pagana a
la vez.
Tres
meses después del terremoto, se había convertido en una ciudad desolada y
fantasmal, en cuyo silencio se podían escuchar quejidos y llantos lejanos de
sus habitantes que sentían ahora la verdadera profundidad de la tragedia.
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