Gabriel García Márquez, postmortem
Por Victoriano Lorenzo, Popayán
El pasado jueves 17 de abril aconteció lo
que todo el mundo esperaba: el fallecimiento de don Gabriel García Márquez,
cuya obra literaria nos sacó del cesto del olvido para mostrarnos al resto del planeta mediante el recurso literario de aquel Macondo real y fantástico que
es Colombia y América.
Las tintas de los eruditos y las de los no tan eruditos
se derramarán sobre el blanco papel (SIC) para homenajearlo; recordarán el
momento en que “Gabo se bajó de su Volkswagen 55 para saludarme, un día
miércoles de Semana Santa, en Popayán”; se contarán anécdotas acerca del
encuentro con Gabo que el destino– con sus jugadas inesperadas– frustró. Edén
Pastora, por ejemplo, dijo: “Cómo sería la amistad que nos teníamos que hasta
me dormí delante de él”. En fin, reguero de tinta y palabras por todos lados, tinta
lacrimosa en algunos, cálida palabra en los más, inane en muchos, elogiosa en todos. Porque serán muy pocos los
que le agravien– no obstante, ya sabemos que la derecha está de fiesta y espera
el momento feliz y orgásmico en que su obra sea incinerada para bien de la
democracia, la cultura y la tradición–. Y no faltarán, en Colombia, las misas
“Por el eterno descanso del alma del Señor Gabriel García Márquez”; mientras
sus restos mortales fueron llevados por su círculo más cercano de su lecho de
muerte al crematorio sin pasar por el interludio religioso que pide por la
salvación de las almas a un Dios de dudosa existencia, por decir lo menos.
Su muerte no sorprendió a nadie. Entre el
rumor y la verdad se conoció– doce años atrás– que padecía un cáncer linfático.
Finalmente supimos que había hecho metástasis, y que a partir de un momento
cualquiera los esfuerzos para curarlo provenientes de la técnica y el saber humanos
serían vanos, entonces su estancia en el mundo de los vivos dependería
únicamente de la voluntad ineludible de la parca que tocó a su puerta. Voluntad
contra la cual es inútil presentar batalla. Que se sepa, Gabriel García
Márquez, jamás estuvo en una unidad de cuidados intensivos, que es la opción
heroica a la que suelen someterse no pocos esperanzados en superar lo
insuperable. También supimos que, después del 8 de abril todo tratamiento
curativo fue suspendido, y se encontraba en manos de especialistas en cuidados
paliativos y de los afectos de su familia.
No sabemos nada acerca de los
últimos días de su estancia en esta viña, y pertenece con justeza a la
intimidad familiar y al secreto médico. Se cuidaron con esmero de ser pulcros
en el manejo de sus restos mortales y evitaron ser manoseados por alcalduchos,
gobernantes, sacerdotes, publicistas, vendedores de imágenes, lagartos y otros
especímenes; manoseo que puede llegar a extremos inauditos como aconteció
recientemente con un expresidente de la hermana república de Venezuela.
Imaginémonos por un instante su cadáver deambulando de aldea en aldea,
recibiendo lágrimas de cocodrilo de gobernantes y sacerdotes que ni tan
siquiera han leído una sola de sus obras, uno solo de sus cuentos…
En un país
que en el que la lectura sigue siendo minoritaria, los índices de analfabetismo
funcional son exorbitantes; un país en el que Aracataca (lugar donde nació don
Gabriel) no posee agua potable ni servicios básicos… Ese mismo país que hizo
que buscara el asilo político en otro terruño más amable con la cultura,
llamado México, donde vivió más de la mitad de sus ochenta y tantos años, donde
escribió con nostalgia de patria gran parte de su obra novelada.
Sus cenizas seguramente serán esparcidas
por todo México, pero en particular en Sayula, donde nació quien es, para
muchos, el padre y madre del llamado “realismo mágico”.
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