Muerte al sureste de la ciudad, una crónica



Victoriano Lorenzo

Tinajas

Estoy parado sobre un puente de concreto; de norte a sur y viceversa desfilan por la calzada toda clase de vehículos. Para llegar al sitio que quiero visitar debo entrar primero al barrio Los Braceros y luego al Avelino Ull. Frente a mí, al pie de un árbol sobre la margen derecha de la quebrada, un grupo de muchachos me observa con inquietud. El viento se lleva el aroma a marihuana. No me dejo atrapar por el temor de saber que me encuentro en una zona de alto riesgo; les devuelvo una leve sonrisa y un rápido gesto. Así abrí la puerta de esta especie de territorio aparte e ingreso a él con la tranquilidad de quien no tiene nada que perder. Camino despacio, corriente arriba de la quebrada; no observo cosa distinta que el “río” para dejar suficientemente subrayado que es lo único que me interesa. Me adentro, mientras a mis espaldas una patrulla de policía motorizada decide devolverse de su ruta inicial y le pide identificación a algunos muchachos, los requisan, los tocan, casi los desnudan. El olor a cannabis regresa y los motorizados se van llevándose como única presea el recuerdo de su aroma entre las narices.

La calzada está pavimentada, el relieve es plano y la ronda de la quebrada se encuentra sembrada de árboles. Pocos metros más adelante, colgado de un guayabo se mece solitario un columpio para niños.

La quebrada desciende por lo que aparenta ser su cauce natural, a su paso comienzan a caer todo tipo de desechos y ya en el extremo del barrio, cerca de otro puente, grupos de señoras lavan y restriegan contra la loza piezas de ropa. Es un antiguo lavadero colectivo; el lavado de ropa es el oficio que desempeñan estas mujeres para ganarse unos centavos adicionales con destino al mercado diario. Allí me espera una nueva frontera que anuncia la entrada a otro barrio, el Avelino Ull, que como el anterior fue fruto de los reasentamientos o movimientos de población que produjo el terremoto de 1983. En la ribera izquierda del cauce me llama a grito herido “La cueva del indio”, un sitio de leyenda nunca excavado del que se dice que conduce a La Plata (Huila). Mi pánico por las cavernas y mi resolución de no apartar este relato de su lugar, alejan la tentación de husmear en ella. 
Popayán y la cordillera Occidental

Una reja en la vía, con cierto eufemismo evoca la entrada a un conjunto cerrado estrato 6, divide el territorio de los dos barrios. Algunas mujeres recogen la ropa recién lavada de la cerca de alambre que separa la zona perteneciente a la quebrada de la zona de la calzada. Los vecinos, con esfuerzo comunitario y algunas ayudas de la Corporación Autónoma Regional del Cauca (CRC), cuidan la quebrada con esmero, han sembrado árboles y plantas ornamentales y construido un sendero empedrado que rodea y conduce a un pequeño parque con asientos de cemento, ubicados a la sombra de algunos guayacanes, guamos y guayabos. 

Algunas casas tienen un cobertizo cercado en madera, con mediagua de hojas de zinc, que funciona como antejardín, escampadero, garaje, antesala, espacio social, jugadero de sapo. Los domingos en algunas casas se reúnen familias a dialogar, tomarse un trago y ver pasar la tarde. 

Se, por experiencia cuál es el camino que debo seguir para llegar a “Las Tinajas”, pero preferí, en el umbral de alambre que divide con realismo el campo de la ciudad, y en el extremo de un barrio cuyas casas se caracterizan por ser verdaderos ranchos (lo llaman “Los ranchitos”), desviarme unos metros para encontrarme con una estructura de concreto que conocen como “la represa”. Sitio que para Blanca Velazco, es un lugar que la regresa a un 27 de abril sin primavera del 2008, cuando su hijo Hugo David Morán, de sólo 16 años, decidió ahorcarse colgándose de un árbol, en la orilla izquierda de la quebrada. 

“El árbol lo cortaron al día siguiente de que eso pasó, pero estaba aquí y este es el tronco ya podrido que quedó de él”, dice Rodrigo, un joven muy despierto y hablador que tiene una enorme trasquilada en la región del parietal izquierdo, a quien Blanca invitó para ayudarnos a identificar el sitio. –“Es muy raro que en tan poco tiempo se haya podrido… ¿Qué árbol sería ese?” –se preguntó en voz alta al referirse al estado de descomposición del pedazo de tronco que yacía en el suelo confundido entre la maleza. 

Me despido del ayer y de Blanca, retomo el presente, con él de la mano camino por uno de los senderos rumbo a las “Tinajas”, es una jornada que recorrí hace muchos años. Lugar en el que pequeñas caídas de aguas de la quebrada que lleva su nombre labraron sobre su lecho de roca un conjunto de pozos, formaron charcos cristalinos que invitan a zambullirse en sus honduras de endurecida piedra volcánica. La aprehensión de internarme en un territorio que, según me han dicho, “es muy sólido” (expresión que quiere decir que es un lugar solitario y hasta peligroso) me acosa, pero no paraliza mi deseo de llegar hasta allí. Esto me dijo un hombre de aspecto campesino, sincero y bonachón con quien me crucé en algún recodo: “El camino no se puede tapar, es como cerrarle las puertas a Dios. Dios no dejó cerrados los caminos… a mí me da pena que cierren los caminos, porque entonces ¿por dónde pasa uno? ¡Será en helicóptero!, pero uno pobre con qué plata va a comprar un helicóptero”

El paisaje es el mismo de mi adolescencia, los mismos guayabos madurando sus frutos de verano, los mismos guamos, los viejos robles que bordean el camino durante un buen trecho, el olor, y no se si el mismo silencio indescifrable que gobierna durante un buen tramo. Los mismos declives y suaves elevaciones o cerros que tutelan a Popayán desde este costado. Las mismas mariposas de variados colores. No es un penoso ascenso y no se sube más de 150 metros desde la ciudad hasta allí. Tampoco está más allá de un kilómetro en línea recta del casco urbano.

Después de unos quince minutos de zambullirme en las aguas de mis recuerdos, una cerca de alambre y un broche o puerta divide un predio de otro, detienen mi andar y me regresan al presente; por precaución no me atrevo a cruzarla y llamo en voz alta en espera de que alguien aparezca. Nada, salvo dos perros que salen a saludar con cara de gruñones. Nadie responde. Intento una vez más llamar la atención. Grito un saludo de buenas tardes. En vano. Amedrentado, decido regresar. Los perros continúan ladrando y aun los escucho, cuando es la voz de la quebrada la que viene a mí; la reconocí un poco tarde porque inicialmente creí escuchar, ni más ni menos, que el sonido de las llantas de una tractomula al friccionar contra el pavimento. Ahora soy yo quien me pregunto ¿hizo Dios el alambre de púas para evitar que la gente del campo se acerque con cuidado a la ciudad? ¿O es al contrario?

Así que tuve que regresar al día siguiente, jugando con el azar para descubrir a un ser humano en ese predio que obstaculizó mi camino. Los dados dieron suertes y encontré uno excelente, llamado Víctor Rivera. Víctor tiene doce años y luego su voz contará historias de duendes y fantasmas, pero ahora será mi guía. De su pequeña casa de paredes de madera y su parcela sembrada de yuca emprendimos camino arriba; pasamos un cerco más, cruzamos un camino de leves pendientes y aún más leves descensos hasta llegar a una portada o reja con un pequeño techo, debajo del cual hay un letrero muy bien elaborado que reza en letra mayúscula: “Bienvenidos a Tinajas”; Víctor abrió sin problemas la portada que nos introdujo en un lugar ya un poco más cercano a mis recuerdos, es cuando nuevos perros salen ladrando a recibirnos. Sin hacer caso de ellos, doblamos a la derecha y cruzamos otro cerco; esta vez sin broche, por lo que tocó pasar agachado.

Una vez pasado de agache tan alambrado asunto, el sonido de la quebrada se acerca cada instante más, y basta con andar unos pocos metros sobre la falda media de la colina para ver, con ojos de incredulidad, desde un ángulo superior, “Las tinajas”. Que a sólo pocos minutos de la ciudad, hoy, exista un riachuelo que haya  conservado su caudal sano, casi tal y como lo era hace cuarenta y cinco años, me pareció un auténtico milagro. Por lo ignominioso con que el hombre ha tratado a las aguas y al planeta esperaba un pequeñísimo hilo de un líquido sucio y maloliente; pero no, me pareció tan abundante su caudal como entonces; no había perdido ni una gota de sus aguas, tampoco su diafanidad –eso pensé–. Una antigua emoción parecía apoderarse de mí…

La colina sobre la que estoy paralizado tiene, como entonces, una pendiente fuerte. La superficie del terreno está constituida por una estructura de roca, sin capa vegetal. Descendimos como dejándonos llevar por la ley de la gravedad hasta el borde de su ribera derecha con rapidez. El agua, hace su aparición desde una losa o plataforma horizontal para derramarse, en dos brazos. En su primera caída golpea en dos puntos la dura roca y luego –con delicadeza –forma una gran cárcava sobre la que se extiende y reposa unos metros: es un charco que invita a clavar en él. Después se desliza por entre una frondosidad variopinta de verdes, amarillos, cafés, grises, rojos, blancos y negros, en la que a corta distancia se destaca un bosque de guadua. Quebrada abajo, en el fondo del horizonte se ve la ciudad y entre ella y Las Tinajas se desnuda la parcelación minifundista escondida en el desorden casi natural de platanales, cafetales, potreros, yucales y casas de madera o guadua aquí y allá. Para fortuna de estas aguas, el pino no ha llegado hasta ellas.

El agua golpea con prisa y sin pausa la roca, hace meandros en miniatura, serpentea por su canal, cae; siempre cae y solo por momentos deja de golpear la roca madre, es cuando se extiende y tranquiliza formando charcos que no requieren mayor intervención del hombre para hacer de ellos una piscina natural.

Víctor me cuenta que hace muchos años no se baña en esas aguas, desde que las cercaron. También me dice que han mermado muchísimo, que ya no es la misma cantidad que antes caía y me invita a pasar otra alambrada de púas; es la que separa este predio de su contiguo, levantada de lado a lado de la quebrada en el sitio exacto en que la loza comienza a perder su horizontalidad y el agua desde el plano superior inicia su desliz suave y tranquila por la superficie de la loza y su andar ha labrado pequeños surcos nada profundos y uno que otro charco donde se arremolina y luego fluye con rapidez. Víctor dice que en invierno la corriente abarca toda la superficie de la loza, que podría ser de unos cuatro o cinco metros. Es cuando le pregunto si conoce el sitio donde nace la quebrada y me asalta la intención de “cronicizarlo” (vocablo que deja entender la acción de elaborar una crónica sobre un sujeto cualquiera), salir a encontrarme con él, registrarlo con palabras que tal vez no logren interpretar la magia de un lugar en que la Madre Tierra da a luz la vertiente principal de un riachuelo. Víctor no sabe responder a mi inquietud y solamente señala el verde valle por el que, mirado desde lo alto, parece deslizarse la quebrada, el bosque espeso que zigzaguea de una ladera a otra. Viene del Oriente.

He recogido información según la cual el nacimiento de la quebrada se encuentra relativamente cerca, al oriente de la ciudad. Que para llegar a él hay que ingresar por la puerta de uno de los moteles que se ubican por esos lares, de propiedad de un ex alcalde de la ciudad. En esos terrenos hay un pequeño charco, cruzado por una carretera que termina, unos metros más allá, en una cantera para la explotación privada de piedra; si se toma quebrada arriba, luego de andar dos o tres horas se encuentra el nacimiento de las “Tinajas”. 


Popayán, calle 4ª por Renzo Fajardo


El tiempo corre y ha llegado la hora del regreso. Entonces voy a la Biblioteca del Banco, busco en el Diccionario de la Real Academia el vocablo tinajas y copio su primera acepción: “(Del lat. *tinacŭla, de tina). f. Vasija grande de barro cocido, y a veces vidriado, mucho más ancha por en medio que por el fondo y por la boca, y que encajada en un pie o aro, o empotrada en el suelo, sirve ordinariamente para guardar agua, aceite u otros líquidos”. La sabiduría popular no podía equivocarse al bautizar con ese nombre a esta quebrada. 

Los árboles del silencio

Una mañana, en que pregunté por las “Tinajas” a un par de vecinas que charlaban amistosamente en el andén de su casa, en el barrio Avelino Ull, una de ellas me respondió diciendo: “Yo, desde que era joven y bella, hace ya como diez años, no volví a Las Tinajas… Desde entonces dejé de ir porque se convirtió en un lugar peligroso, pues mataron a un muchacho y después, un señor se ahorcó”. Lo dijo entre risas una de ellas, la que luchaba por calmar a una inquieta criatura de algo más de un año de nacida poniéndole en sus labios, casi a la fuerza, sus pezones. Eso fue el pasado 11 de julio, día en que los vecinos de uno de los barrios que reciben las aguas de la quebrada encontraron dos fetos en la ribera del río Ejido, cuya madre los había tirado dentro de una maleta, seguramente esperanzada en que sus cuerpos desaparecieran llevados por la corriente del río. No funcionó así, no hay agua para semejante asunto. La noticia ocupó la sección judicial del diario El Liberal, anotando que dicho hallazgo “evidencia la posibilidad de un centro médico clandestino para la práctica de abortos”. 

Hoy, sobre las orillas de la quebrada también se ha depositado la pobreza humana con sus mil y un rostros y sus aguas son, tal vez, los únicos testigos de muertes instantáneas o lentas; instantáneas como las de esos dos hombres, el uno joven y el otro ya anciano, que decidieron poner fin a sus vidas colgándose de sendos árboles al borde de la quebrada; o lentas, tal vez muy lentas, como las que llevan sobre sus espaldas algunos jóvenes que deambulan por las calles de la mayoría de los barrios del sector con sus ojos desorbitados y el cerebro licuado por la inhalación diaria de pegante o “sacol”. Como el mismo Gran Hermano, de Orwell, estas riberas conocen las tragedias personales e íntimas presentes en los corazones de una población que parece destinada a su condición marginal. Porque ¿qué otra cosa sino tragedia íntima, y quizá misteriosamente humana, se puede encontrar en la vida de Hugo David Morán? Y ¿quién más puede saber de ella sino el árbol, ya muerto, que sirvió de soporte a la soga que apretó su cuello? Eso aconteció una tarde entre el 27 y el 28 de abril del 2008 y, dice una vecina, que la rama que soportó su cuerpo era tan pequeña y frágil “que esas debieron ser cosas del diablo porque esa parquita de donde se colgó, no podía resistir un cuerpo como el de David”

Blanca Velazco, la madre de Hugo David, es una mujer cercana a los cincuenta años que vive de lo que pueda hacer durante las tardes en oficios domésticos, y de lo que pueda vender durante las mañanas en su pequeño almacén de chatarrería ubicado en la galería del barrio Alfonso López. Ya la mencioné cuando con un grupo de amigos y vecinos de ella fuimos a buscar el árbol en el que se ahorcó su hijo. Éramos cinco personas que acompañamos a Blanca ese día, tres mujeres y dos hombres que buscaron con entusiasmo aquel árbol; durante esta tarea los comentarios no cesaron, las voces no dejaron de expresar su punto de vista sobre lo acontecido el día en que encontraron el cuerpo sin vida de Hugo David. Pero, minutos después de ubicar el sitio, hubo un momento en que el silencio se apoderó de todos. Un silencio sin escalofríos, largo, que lleva el peso de un ser humano colgado de una de sus ramas. 

Por Víctor Rivera, aquel niño que me acompañó, conocí a algunos vecinos del sector. Fue uno de ellos quien, al contarme la historia de ese anciano que hace ocho o nueve años inauguró los suicidios al pie de la quebrada y decidió colgarse de un árbol en algún lugar del camino, me dijo: “–Ah, sí, le decían ‘Esterilla’. Obdulio, se llamaba, le gustaba el traguito y se los tomaba largos. Era un viejo buena gente y borrachín, andaba de cantina en cantina. Pues ese se vino a ahorcar fue allí más abajo… En un árbol que está allí. ¿Usted ha visto ese hormiguero? ¿Sí? Entonces despuesito de él está el árbol en el que se colgó el viejo”. Y sí, allí estaba. De él sólo se escucha el silencio, profundo silencio que hiela la sangre. 

Los fantasmas

Voy tras los pasos de mi pequeño acompañante y, como sabe que estoy buscando historias para escribir, no tardó en contar: “Una vez, que mi tío me dijo que fuera a traer la cicla que estaba allá abajo, no le hice caso, me cogió la noche y se me olvidó. Por la noche me recordó, cuando salí afuera vi que el duende estaba alzando la cicla y yo salí corriendo a avisar a mi papá que viniera a ver y cuando entramos para adentro la bicicleta ya estaba allí tirada en el suelo y una llanta todavía se movía”

Es fácil encontrar historias fantásticas cerca de la quebrada, y hay una que se repite con algunas variaciones. Se trata de la aparición de una jauría de perros negros (algunos han visto solamente un perro) encadenados, cuyos ojos lanzan fuego (otros dicen que no es de los ojos sino de sus cadenas arrastradas de donde nacen chispas). También está aquel ser espectral que forma parte del imaginario nacional campesino, “‘La Viuda’, que `aletea´ a los borrachos allá cerca de la represa”. 

Estas aguas son testigos de tragedias vividas por seres humanos de carne y hueso. Sus murmullos líquidos guardan seres ultramundanos que molestan a las gentes y en no pocos casos las ahuyentan del lugar. Los habitantes de sus alrededores suelen hablar de oídas de seres extraños, aullidos, almas en pena de blanco vestidas que buscan su salvación entregando secretos a los niños, duendes que se aprovechan de la ausencia de las personas en casa para hacer daños en su interior. 

El Lago 

Vuelvo al mismo puente en el que empecé. A partir de allí la mano del hombre demuestra su capacidad para alterar el cauce natural de la quebrada. Es desviada casi 90º por un muro de contención y costales de arena, en una operación ingenieril consistente en abrir una zanja a pico y pala, con una regla. 

Voy sobre un amplio territorio que otrora fue uno de los más importantes mecanismos naturales de regulación de las aguas provenientes de un sinnúmero de pequeñas fuentes originadas en la parte alta, al sureste de la meseta de Popayán, a alturas no mayores a los 2300 metros. Camino por las orilllas de esa zanja recta en que se convirtió, y por la que pasé hace apenas unos minutos. Tengo que llamarle zanja y no “río” o “quebrada”, porque sé muy bien que jamás el uno ni el otro trazan un cauce rectilíneo para sus aguas, pero podría apostar a que se llamaba Río Ejido, que es como lo conocen algunas gentes de sus alrededores. Otros– la mayoría–, dependiendo del lugar en el cual se encuentran o transitan, lo han designado con nuevos adjetivos, absolutamente desconocidos tanto para la geografía oficial como para la cartografía de algunos nativos de esta extraña Ciudad (sic), que por estos lugares deja de ser blanca, aristocrática y letrada. La variación es enorme y casi individual: una señora ya de cierta edad dijo que se llamaba “quebradita de El Lago”, una joven estudiante, junto a la ribera izquierda y residente en el sector la rebautizó: “Río la María”; alguien más la llamó “Río Pubús”, y así sucesivamente van apareciendo nuevos nombres en boca de gente que hace poco tiempo se asentó en sus riberas buscando cómo resolver la necesidad de tener un techo en donde engendrar y parir hijos. 

Son asentamientos, nacidos de la avalancha humana que produjo el terremoto de 1983. Primero se llamaron así: “asentamientos”, hoy se llaman barrios, la mayor parte de ellos al estar incluidos en la estructura urbana del municipio cuentan con alcantarillado de aguas residuales que depositan sus purulentos líquidos en algunos momentos y lugares en esa zanja y la hieren de muerte. El río Ejido ha muerto y hediondo y descompuesto es sepultado en otro lugar, cerca de la cárcel de mujeres. Un réquiem por él habrá de celebrarse algún día.

Voy por esas riberas en su corto transcurrir por los barrios El Lago, María la Baja, Berlín, Las Ferias. Pero se esfuman en el tiempo y se vuelven lago, el “Lago de las Ferias”; en el que nunca me bañé por respeto a la inmensidad de sus aguas, pero en cuyas márgenes más asequibles y cuando apenas tenía diez años, atrapaba en un costal pececillos que conocimos con el nombre de “cupis”, de hermosos colores, y “espadas” de alargadas colas plateadas, para llevarlos en una bolsa a verlos morir en mi casa. Claro, morían ahogados, como ahogados quedaron en una de las profundidades del Lago un par de hermanos de apellido Solano, quienes en un esfuerzo por salvarse mutuamente terminaron en su fondo. Luego, llegaron los bomberos y después de drenar parte de sus aguas sacaron sus cuerpos. Allí, en ese momento podría señalarse el comienzo de la desecación de ese gran lago que daba origen al Río Ejido y que se nutría, entre otras muchas, de la quebrada Tinajas. 

Eso fue por allá en los años sesentas, porque lo que se conoció como las obras de “canalización” del río se iniciaron hacia 1973-1974. Por extraño y fuera de lugar que parezca, he constatado documentalmente que en abril de 1980 un grupo de estudiantes de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Cauca se tomó la Catedral y entre el “pliego de peticiones” que enarbolaban se encontraba la “canalización del río Ejido”. 

“El lago”, zona lacustre de enormes dimensiones, cuya área, hoy, comprende más de 23 barrios, localizados al este y sureste del centro de la ciudad; de ello no hacen más que 50 o 60 años y pueden dar fe quienes nacieron en la década de los cuarenta del siglo pasado. Un fotógrafo histórico de la ciudad, Luis H Ledezma, posee archivos fotográficos que también pueden testimoniarlo.

Pingüino

Pingüino es también James, un hombre de unos cuarenta años que decidió “desde que me volví de la calle”, dice él, construir su casa en un árbol, a la orilla izquierda de la zanja mencionada, en el barrio El Lago. ¿Cómo se llama el árbol en el que está su casa?, le pregunto. “Ese árbol en el que vivo se llama mi casa, más no puedo determinarlo, porque hasta ahora no conozco el significado que tenga el árbol en el que yo tengo mi casa… No conozco de qué descendencia venga ese palo o árbol que ya está seco… No sé el sustantivo o el verbo que tenga ese árbol”, responde. 

Tres enormes cicatrices surcan su rostro. Insiste una y otra vez en pedirme disculpas por lo que considera su “mal olor” y dice avergonzarse por no invitarme a seguir a “su casa”; pero se muestra jovial y tranquilo. No permitió que le tomara una fotografía, pero se alegró cuando le pregunté si le gustaría que su nombre apareciera en un libro.

‘Pingüino’, como le gusta que le llamen los vecinos (con los que tiene muy buenas relaciones), nació en agosto de 1980 en el hospital San José, de Popayán “y mi mamá vivía no sé adónde, porque cuando yo nací no sabía nada, no tenía uso de razón... De lo que yo me recuerdo es que esto que ahora ves construido y pavimentado era un lago y había muchas vacas y toros. Cuando comenzamos a llegar a este sector que ahora se llama El lago, todo era una unión y solidaridad amor fraternal, no de familia. Pero lastimosamente ese ideal se acabó porque cuando ya todos consiguieron lo que querían ya nadie se interesaba por los problemas del otro…”

“Era un mocoso lleno de colada, había que estar unidos, uno sólo, aunque fuéramos muchos… en ese tiempo éramos revueltos para siempre estar juntos; éramos revueltos y juntos… Al agua la derrotamos, lo que yo recuerdo, con pisones… taque y taque por un lado y por otro, taque y taque. Así se pudo vencer ese pedazo de lago… a punta de pisamientos… de brincar, de saltar, eso se hizo así porque las calles eran llenas de lodo. Pero sufrió mucho mi mamá y las mamás de todos porque mi mamá se murió”, dice con semblante entristecido.

“En los diciembres, ya no se veía de que los vecinos y la vecina se repartían el dulce o se repartían la comidita hasta onde más se pudiera; todo el mundo quedaba conforme con la unión, la fraternidad y el abrazo. Pero lastimosamente todos comenzaron a cambiar cuando llegó el progreso… cuando más de uno obtuvo lo que quería, y lo que quería es cada casa de éstas, ¿sí?… 

Se pone de pie mientras dice: “Esperame yo entro a mi casa y traigo un lápiz; y perdóname que no te haga entrar, pero comprenderás ¿no?... me da pena… Sacó un pan de uno de los bolsillos del raído pantalón. El pan pasa de una mano a otra y de un bolsillo al otro mientras camina los tres o cuatro metros que nos separan del árbol. Sube a su casa de cartón, plástico, tablas y latas. Entra con rapidez y agilidad. Los plásticos de sus paredes se revuelven  como si un viento interior luchara por romperlas. 

De nuevo junto a mí, me cuenta de su infancia y juventud, de sus amistades ya muertas, de la droga por la que se siente atrapado, mientras con un lapicero traza unas rayas sobre ese pedazo de papel que trajo consigo. Le pregunto por las “Tinajas” y responde que cuando se iba a “gaminiar”, solamente llegó “hasta un determinado lugar, porque de allí para allá no se podía pasar porque ya eran zonas de las fincas y ¡ploff! ¡ploff! ¡ploff!... ¿me entiende?”– el dedo índice y pulgar de su mano hacen el conocido gesto de pistola apuntando y disparando ploffs. “Dicen que hay cataratas, no lo sé… aunque sí sé que por allá se pescaban sabaletas de aproximadamente una medida así… y guabinos así… y se pescan alacranes, congrejos, negros…”

Epílogo


Desde el 28 de junio hasta mediados de agosto de 2012, comencé a caminar en busca del sitio en el que, en mi temprana juventud, con cierto temor me bañaba y, entre chapuzón y chapuzón unos labios tiernos de mujer acariciaban mis tetillas y ponían mi piel de gallina. Y después… a comer guayabas hasta la saciedad.  Superando, tanto obstáculos como habladurías encontré las “Tinajas”. Tropecé con ellas y las vi iguales pero diferentes que entonces. Fue cuando de la mano de muchas gentes maravillosas hice un recorrido más allá de la quebrada y de los nauseabundos líquidos en los que se transforma un poco después de ser como una rosa multicolor recién creada, de su muerte y entierro, para encontrarme con las alegrías y pesares de las gentes que habitan sus alrededores, con sus jardines al borde de la quebrada, sus fantasmas, sus árboles silentes, su enorme lago, con Víctor, Blanca, Rodrigo, con Pingüino y muchos más que dejé de mencionar. 

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