Carlos Fajardo recuerda a Tomás Quintero
Del libro: La ciudad del
poeta. Común Presencia Editores, Bogotá, 2013
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En tu barrio “de torres y hospitales, en este San Nicolás
sin rostro ni principio, en tu calle más vieja, la que muere en el río donde
los peces y la mierda duermen juntos”, naciste en 1945 para inventar un
bar, un mito, una ciudad-poema. Muchacho joven, hijo de una generación que se
alistó para morir de soledad y desamor, también de violencia y de silencio en
un país que nunca escuchó sus gritos. Hombre de calle, de tango, de Sonora
Matancera, de son y bolero, de ron y de cerveza ¿Cómo soportaste tanta soledad,
el dolor de una generación provinciana, contorsionando su cintura? ¿Dónde
fuiste a buscar lejanías?
Un día de 1978 -tú
acababas de morir- el pintor Walter Tello te trajo en su mochila a Popayán,
aquella ciudad blanca llena de templos, atardeceres y arreboles. Desde ese
momento te hice mi cómplice y me fui desbocando con tus versos hasta encontrar
las puertas de tu casa de par en par abiertas, con un pan sobre la mesa. Así tu
poesía, así tu fugacidad que permanece. De allí que ahora recuerde los
melancólicos poemas que en aquella blanca ciudad leía alrededor de otros
solitarios en el viejo Parque Caldas, donde quedaron nuestras voces con estos
versos balanceándose entre las ramas:
“¿Dónde está la figura del último de los amigos?/
¿Dónde?/ ¿Dónde el seno mórbido que acarició mi mano/y aquellas manos que me
hicieron beber/ el amor y el vino? / ¿Dónde la plaza solitaria/ y el viejo
organillero de pájaros azules/ que me pronosticó amor y vida?/Ah! Pero quedan
aún las calles/ y mis viejos zapatos / y la mesa en aquel rincón del bar /y mi
cigarro”.
Y queda tu muerte
Tomás, tu muerte de muchacho vagabundo, desquiciado. Cómo te vengaste de la
tierra ahogándote en tus propios años. Tú lo dijiste: “morir un poco es, en fin, olvidar que esta existencia hay que
jugársela a diario y con prisas. Y con prisas ahogar tanta miseria”.
Has salido del bar
y te aprestas a buscar tus viejos amigos que
te esperan en la Habana Club, ese legendario bailadero
con sabor a isla y ron, donde renaces y mueres mirando danzar a las muchachas.
Estamos en la Cali
de los años setenta donde todavía es posible la fiesta de la palabra y las
grandes utopías se realizan al doblar la esquina. No ha llegado aún la idiotez
histórica; no nos ha invadido la obsesión mercantil, ni la ciudad narcótica de
efímera apariencia, ese banal relajamiento.
Así te contemplo
poeta, abrazado a Doriskos, el griego mercenario, o bien, haciéndote llamar
Tartok, nombre terrible, cuyos besos tienen olor a manzanas podridas; o yendo
por las calles al lado de Ulises, el trashumante, y hablando con Homero sobre
ese otro mar tan infinito, misterioso, tan solitario como tú mismo, ese mar de
aguas mansas, turbulentas donde fuiste a detener tu viaje un día del 78, lleno
de río, de deseo.
Te veo recorrer
cabizbajo los pasillos de la Universidad. Allí hablas sobre los poetas del
Siglo Dorado y del loco manchego Don Quijote que tanto admiras y amas. Desde la
nostalgia te oigo murmurar un nombre y un poema: Siri Jahn, hembra deseada,
“recuerdo que era invierno/ cuando te encontré/ porque llevabas mojado
el rostro/ y viejos jeans, y una mochila,/ y la vieja guitarra / a la que le
faltaba alguna cuerda/ Siri Jahn / temblabas/ no por el frío porque ya conocías
el frío/ sino por falta de amor/ y preguntaste / perdida en la ilusión de la
droga/ si por aquí quedaban las playas del sol/ para poner a secar toda tu
tristeza /Siri Jahn pediste/ en tu canto de sirena/ un muchacho que colocara
sobre tu sexo/ todas tus cosas deseadas/ un muchacho que te despojara/ de un
poco de tu llanto/ para poder cantarle al llanto...”
Entonces buscas a
tus amigos de siempre: a Julio Arenas Saavedra, quien también partió hacia la
nada una tarde y sólo vuelve a ti como recuerdo; al poeta Aníbal Arias, quien
celebra tus poemas, efusivo y ebrio en los amaneceres bisiestos. Buscas abrazos
en estas soledades de pájaros y de calles, en tu Cali antigua, mientras
recuerdas a Kabal Arabat, el palestino muerto por manos judías y al que todavía
esperan en casa.
También nosotros
te esperamos poeta. Hemos tendido mantel
blanco y un vino dulce aguarda sobre la mesa. Esperamos tu llegada, ahora
que has vivido todas las muertes y dialogas con nosotros desde el silencio.
Esas son tus
fábulas, tus leyendas inventadas para no morir en esta ciudad gozona y
melancólica, plena de distancia y vacía de plenitud como lo fue tu generación,
a la que poco a poco fueron desapareciendo. Vaya qué sentimental y desengañada
fue tu generación Tomás. Alguna vez lo escribiste: “¿Y de qué servirán tantas palabras /Si cada
amanecer es un sudario /Si vivir es morirse /A plazos, /Lentamente /Si ante
cada pared /O al pie de cada árbol /Se despierta la patria hecha pedazos? / ¿Y
de qué servirán los retóricos /goces del lenguaje, /de qué, pregunto yo, /este
poema?”
Me retiro de tu barrio y salgo también como tú a
buscar a la chica de “pequeños senos y
vagar rosado”, a mi amor posible e imposible, mi amor, fugaz presencia de
un día
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