El cacique, por Eduardo Caballero Calderón


Rescato este retrato del cacique en la política de los pueblos de Colombia. Personaje importante en variados aspectos de la vida de las localidades y de manera sobresaliente en las épocas electorales. Fue escrito y publicado en 1974 por Eduardo Caballero Calderón antes de la irrupción del narcotráfico y la pobreza, la violencia y la ignorancia que conlleva.  


Eduardo Caballero Calderón

En uno de sus discursos en Medellín habló Alberto Lleras del cacique, personaje siniestro que se interpone entre el campesino y las autoridades locales, o que a éstas se superpone y las somete a su servicio, o las pone y las quita a su antojo por toda clase de artimañas. 

La aldea espiritual y materialmente le pertenece. El alcalde es su espolique, el concejo su cómplice, el juez y el notario sus amanuenses. Tiene 20 a 100 forajidos armados que le sirven de en guardaespaldas, con los cuales forma un ejército volante para suprimir a los enemigos o simplemente a los que le estorban demasiado.
En este empeño cuenta con la eficaz ayuda de los policías del pueblo. Ata los hombres por la complicidad o por el terror y las mozas aldeanas que bajan del mercado componen su inagotable serrallo. Ni el cura puede con él, porque el cacique se cuida de pagar diezmos y no meterse en cosas de tejas para arriba. Su reino es de este mundo, estrictamente de esta provincia y de este pueblo y no lo cambiaría por embelecos. 


Eduardo Caballero Calderón (1910-1993)


Yo he pintado al cacique en dos novelas, sin tomarme otro trabajo que el de sacarlo de sus breñas de Boyacá o Santander, donde se dan silvestres como las pencas, y ponerlo a transitar por las páginas de esos libros. Lo he visto crecer como un nuche que se incrusta al pueblo en el pescuezo y acaba convertido en un tumor maligno que lo seca y lo enteca si antes no hay curandero que lo rece o lo desengusane. Y yo creo que ahora es de necesidad pública desenmascarar al cacique.  

Este llega a la tienda más frecuentada del pueblo, eructando a sobrebarriga y ají chivato, con las narices coloradas, y se emborracha con aguardiente. Luego sale a la calle a echar tiros al aire, rodeado de sus guardaespaldas. Le encanta encontrar quién lo contradiga cuando echa vivas al gobierno o contra el gobierno, para pasarlo en un santiamén de este valle de lágrimas. Si no lo logra porque el otro es listo, le hace la vida imposible hasta desterrarlo del pueblo. Las autoridades refrendan lo que él hace, y si algún juez cándido  y novato llama a testigos para declarar que vieron al cacique cuando robaba, o incendiaba, o asesinaba en cuadrilla de malhechores, los testigos nunca vieron nada. Y el hombre se pasea por las calles del pueblo como un perro con mal de rabia. 

Cuando el gobernador llega de visita para inaugurar alguna piedra, que es lo único que se inaugura en los pueblos, el cacique asiste al banquete como invitado de honor y luego se queda con el dinero de lo que se pensaba construir, porque naturalmente el concejo le adjudica el contrato. En visita del obispo él es quien organiza la bendición de su finca, que el pueblo entero sabe a quién se la robó, y de paso hace confirmar una runfla de hijos que tuvo por ahí, ente la matas, sin bendición. Y cuando viene de la capital del departamento del aspirante a senador, con quien tiene que entenderse para los votos, es con el cacique, que los cosecha como quien coge papa. Muy modesto y gran servidor de la causa, nunca pide embajadas, mi gobernaciones, ni que le quiten el alcalde que no le gusta o que no se lo quiten porque le conviene, le pongan a un compadre en la tesorería o que de allí se lo saquen, y que nombren maestro de escuela o telegrafista a su último capricho sentimental. 

El cacique sabe más vale ser cabeza de ratón en el pueblo que cola de león en la ciudad, donde además le aprietan los botines y le estorban las manos. El poder para que sea absoluto, tiene que estar limitado por un río, una montaña, un páramo, cosas que puede abarcar con la vista y tener alcance de la mano porque se puede medir y recorrer a caballo. El cacique se reiría de Felipe II o de Luis XIV si supiera quiénes fueron estos buenos señores que tenían la ilusión de que mandaba. Él tiene todo lo que desea, sin las fatigas del poder que las sobrelleva el alcalde ni las preocupaciones morales que acaso  atormentan al juez. Uno y otro son como sus dos manos, con la circunstancia de que la derecha sabe lo que hace la izquierda, y lo que hacen ambas lo ordena y lo sabe el cacique. Ante él son efímeros todos los gobiernos. Comparados con él, los ricos de las ciudades no pasan de ser unos pobres diablos que viven enfrentados con las leyes y marcan el paso que le señalen las circunstancias. Para él no hay leyes ni circunstancias, sólo muere cuando lo matan, y esto solo ocurre cuando hay cambio total del régimen, es que no tiene la precaución de 'voltearse' para no dejarse caer del papayo. Y es para los caciques, sé cómo se llama muchos de ellos, el 13 de junio, el 10 de mayo, el primero de diciembre, pasaron tan dulcemente  como si hubieran sido fiestas de guarda. Los caciques son como el kikuyo, no hay quien los desarraigue, o como la erosión que se está llevando por un tendido todas las tierras de Colombia.

El cacique en  'Los campesinos', Instituto Colombiano de Cultura, Biblioteca Colombiana de Cultura, Colección Popular, 1974 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Reseña histórica del cerro de las Tres Cruces de Popayán

Dos poemas de Enrique Buenaventura

De Federico García Lorca, un fragmento de Poeta en Nueva York

Los cafés de Popayán y de mis viajes