La maternidad subversiva en "La Perra" de Pilar Quintana

 


Mario Delgado Noguera





En “La perra” de Pilar Quintana, el ansia de maternidad y la frustración envuelven como
una sombra toda la novela. Todo sucede en un poblado aislado sin nombre de la
costa pacífica colombiana, cerca de Buenaventura. El clima húmedo, tropical y
cambiante marca los ritmos de los días del relato: días oscuros y ominosos, los más
frecuentes; luminosos y bellos, los menos.

En ese ambiente viven Damaris y su compañero Rogelio. Dos afrodescendientes que
subsisten marginalmente y que, con altibajos y muchos silencios, están juntos del principio
al fin de la novela. Cuidan una propiedad donde, en la niñez de Damaris, ocurrió una
tragedia y donde ella estuvo directamente involucrada pues Nicolasito, el hijo de los
dueños, se lo llevó el mar en los acantilados cuando estaba con ella. Damaris arrastra la
culpa todo el relato. La pareja habita en la casa anexa a la principal, hecha para los
cuidadores. Los dueños viven en Bogotá y están ausentes en todo el relato. Damaris, para
la limpieza, mantiene intacto el cuarto del niño muerto cuyas cortinas con motivos
infantiles lava con frecuencia.

Han tratado varias veces de tener descendencia y se empeñan ambos, aunque al principio
ella lo guarda en secreto y sufre en soledad: “…aunque a veces, al enterarse del embarazo
de alguna conocida o del nacimiento de un niño en el pueblo, ella lloraba en silencio,
apretando los ojos y los puños, luego de que él se quedaba dormido”. Damaris y Rogelio
han estado presentes en rezos y tomado bebedizos de hierbas sin que ella quede embarazada.

El tiempo va pasando en el Pacífico al ritmo del mar, las tormentas y la humedad. Damaris
ya tiene cuarenta años, “la edad en que las mujeres se secan”; entonces adopta una perra,
sobreviviente de una camada cuya dueña es una conocida del pueblo. La alimenta con
esmero y la cuida con obsesión. Su maternidad frustrada la traslada al cuidado de la perra como
una alternativa a su deseo profundo de ser mamá; la perra la sigue por toda la casa, hasta
que el animal crece y en un momento se escapa al monte. Damaris la busca
afanosamente, pero, solo al cabo de treinta y tres días, vuelve flaca con heridas
agusanadas que son curadas por la pareja. Está un tiempo apegada a su dueña, pero
vuelve a escapar y retorna esta vez, preñada.

Paulatinamente, el amor y el apego por la perra se va transformado en indiferencia y odio,
puesto que después de conseguirles dueños a los cachorros, la perra, Chirli, se escapa, y
vuelve sucia a la casa. Hasta que un día vuelve trizas las cortinas del cuarto de Nicolasito.

Es como si la misma Damaris se transformara. Aquella maternidad que tanto buscaba y
que halló una vez en el amor a la perra, ya no sería más y le queda solo la oscura melancolía: 
“…le había enseñado a comer, ella la había rescatado, llevado en su brasier, le había enseñado a
comer…y a comportarse hasta que se hizo adulta y no la necesitó más.” Y luego el odio. Irrefrenable.
En un arrebato Damaris ahorca a la perra.

La culpa, los deseos frustrados, el traslado del deseo de maternidad hacia el cuidado de la
perra, el amor y la violencia entrelazados, en una escritura escueta que sigue un
ritmo que hace difícil el alejarse de esa historia, son cualidades de la novela de Pilar Quintana 
que la convierten en una obra inolvidable.

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