La Revista La Rueda por Gonzalo Buenahora


Gonzalo Buenahora Durán

¿La Rueda? ¿Me pregunta Ud. por ¿La Rueda? En primer término no sé por qué se llamó La Rueda. Imagino que porque todo se repite, o porque la figura sigue los trazos de la sutil y poderosa mente de Dios, pero no tengo ni idea de quién lo hizo ni qué razón tuvo. En segundo término, y es sabido de todos, la revista fue un sugestivo y encantador pretexto para haraganear. En tercero, dio rienda suelta a ciertos espíritus inquietos y reprimidos que ostentaban y ostentan aun hoy en día el dudoso honor de poseer el don de la lucidez. Porque como lo sabe cualquiera, más que todo Alvaro Mutis o Kafka, ser lúcido es una verdadera desgracia.

Cristóbal Gnecco en un escrito cuenta todo lo que sucedió, pero yo quiero recalcar algunas vainas. Estaba yo por entonces casado con una mujer maravillosa, pero me aburría verla tejer (las mujeres a veces tejen) día a día una gruesa red. Necesitaba lo que se llama una “válvula de escape”. Un día cayó en mis manos un ejemplar de La Rueda, creo que el número dos, y lo leí. Tenía yo un amigo que se llama Efraín Jaramillo, y el hombre es antropólogo, es decir, lo “sabía y sabe casi todo.” Una vez fui a alguna exposición político-cultural que se presentaba en la Casa Valencia, algo sobre Chile. Al final, como es costumbre, hubo debate. Gnecco habló con emotividad y yo, lleno de curiosidad, le pregunté a Efraín quién era. Me dijo, palabras más palabras menos, “es el reemplazo de Miguel Méndez.” Méndez, no sé por qué, era por entonces el arqueólogo estrella de la Universidad del Cauca y Cristóbal, uno de los mejores estudiantes.

Identifiqué al hombre con La Rueda, comencé a frecuentar con entusiasmo las reuniones del grupo, que invariablemente terminaban en el parque Caldas, precisamente sobre la esquina nororiental para ser minuciosos. Allí donde quedaba la heladería Lucerna y hoy la Secretaría de Educación. En esas reuniones, entre bromas pesadas, anécdotas muchas veces inventadas, debuts improvisados, discusiones acaloradas y riñas esporádicas donde por lo regular imperaba el amague, dábamos cuenta de varios litros de aguardiente caucano y la pasábamos del putas. Por mi parte en esos corros (muy bien podría llamárseles zafarranchos) callé el hecho que la publicación que pretendían (¿en serio lo pretendían?) posicionar adolecía de errores de todo tipo. Demasiados: tipografía, digitación, ortografía y sintaxis, por decir algo. Era en mi opinión algo inaudito, pues el fenómeno zarandeaba inclusive el contenido. A modo de ejemplo, en algún número de la revista un autor presentaba el siguiente epígrafe: “No preguntes por quién doblan las campanas: ¡doblan por ti!”. Y achacaba la frase a Hemingway, cuando en verdad pertenece al poeta inglés John Donne, del siglo XVI. Así, imprimir errores para mí significaba y significa eximirlos, pero lo que es peor, universalizarlos.


Cuando leí el número tres de La Rueda y supe que nada había cambiado, me puse en la tarea de corregir el ejemplar y buscar a Gnecco . Una tarde me encamine en dirección a su casa que se llama San Cristóbal, una construcción a la vez discreta y ostentosa, con amplios jardines con árboles de hojas brillantes, flores, pajaritos y una generosa vista de Popayán a lo lejos. Inclusive en esa casa había una cava. Conversamos largamente y estuvimos de acuerdo en proseguir la publicación, una nueva era, que tendría las siguientes características: la portada sería en blanco y negro, tendría un comité editorial de cuatro miembros, publicaría sólo cuento corto y poesía y únicamente bajo la total unanimidad del Comité.


Rafael Albán, Bernardo Molina, Germán Mendoza, Cristóbal Gnecco, Gonzalo Buenahora

Los errores se desterrarían de una vez por todas. Un desacuerdo tenía fuerza de veto. Fue la esencia y a la vez el infortunio de la publicación. Pero se quería por principio garantizar cierta calidad. Y habida cuenta –tengo que decirlo- de la ausencia de talento y vocación literaria que la mayoría de los de La Rueda ostentábamos, bien que lo logramos, y se trató, en cierta manera, de una decisión trascendental que hoy nos permite publicar estos materiales literarios emitidos a lo largo de una década que fue, a propósito, un período bastante traumático y convulsivo para Colombia. Una década de por sí “prodigiosa”, tal cual los 60 pero en otro sentido. Basta recordar la Matanza de Tacueyó, triste caso como para Ripley donde una guerrilla se autoeliminó asesinando -con todo lujo de crueldad- a 166 de sus miembros bajo la acusación de ser infiltrados del Ejército; o el Holocausto del Palacio de Justicia, que todavía se ventila en los estrados judiciales, o la Avalancha de Armero con la tragicomedia de la niña Omaira, enterrada en el barro hasta el cuello, imagen inmisericordemente yuxtapuesta a las pantallas del televisor, amarillismo aciago e imperdonable. Todos sucesos ocurridos en 1985, bajo la presidencia de Belisario Betancourt. Y con antelación, el terremoto de Popayán de 1983, que hizo que el poeta Titocé (que nunca hizo parte de la Rueda) aumentara su producción lírica de 100 sonetos diarios, a 250.

Es saludable recordar que después de la conmoción telúrica tuvieron lugar acontecimientos memorables: por ejemplo, un miembro de la Rueda fue asesinado por oponerse al censo que el Gobierno ordenó para enfrentar semejante tragedia. Su nombre era Lucho Calderón, era activista político de izquierda, y tenía literariamente hablando ínfulas de Gardel. Se peinaba inclusive como el cantante y le gustaban las mujeres. O el caso de la toma de la Catedral de Popayán por parte de estudiantes y algunos activistas, suceso que terminó con el exorcismo del templo por parte del señor Arzobispo de la Diócesis con incienso y mirra. Lo que sacó corriendo al Demonio que se pasó a habitar en la esquina donde hoy se encuentra el banco AVillas.

Funeral de Lucho Calderón


Época “prodigiosa” de acontecimientos asombrosos. Al comenzar la década a lo largo de la cual se produjo el mayor número de ejemplares de la revista La Rueda (año 1980) un comando del M19 la sede de la embajada de la República Dominicana en Bogotá, tal vez una de las pocas acciones insurgentes (hoy terroristas) en la historia que terminaron con éxito para sus perpetradores. Algo absolutamente extraordinario.

Una cosa que me atrajo de La Rueda fueron las tomas del parque Caldas en las que terminaban -como dije- las reuniones de la revista, tanto privadas como públicas. A este respecto, después del terremoto de 1983 algunos de los grupos sociales de la ciudad tuvieron un destello de afirmación de identidad y de lo que pudiéramos llamar un sentido de territorialidad. El parque fue ideológica y biológicamente repartido: nosotros nos mantuvimos en la esquina de Lucerna. Los homosexuales se apoderaron de la esquina que da a la Torre del Reloj, con peligrosas y osadas expansiones hacia la arista sur-oriental. Los alcohólicos puros –machistas como suelen ser- no se dejaron usurpar ese vértice que antes, como se recordará, albergaba a los taxistas. Y la esquina que da al Banco del Estado, como afirmación de esa democracia inconsciente que siempre caracteriza a los humanos, fue dejada libre. O puede haber sido por el hecho que el Diablo, como se indicó, había pasado a habitar al frente. El hecho es que la estatua del Sabio Caldas y sus alrededores se transformó en territorio neutral y hasta allí se aventuraban inclusive los tombos y los del F2 que ejercían sobre el grupo un constante seguimiento. Porque al fin y al cabo La Rueda devino en Taller artístico que convocaba todos los gustos y vocaciones. Se presentaron virtuosos de otras ciudades, se conmemoró aniversarios de literatos, se intentó imponer un criterio estético, y la ciudad al parecer se entregó al embrujo. Pensaron en Popayán que eso era una especie de Parnaso de pipián y, lo reitero, se trató tan sólo de un estupendo pretexto para beber y, por qué no decirlo, holgar.

Las reuniones tenían lugar de manera sistemática, creo que los viernes o, en su defecto, los sábados hasta la desaparición del grupo como tal en su primera etapa, esfumación que tuvo lugar después del aquelarre que organizamos y que tuvo como sede la Casa de la Cultura, una casona colonial en ruinas (hoy el Colegio Mayor), que la alcaldía nos asignó a la par que nos carnetizaba como gestores de la cultura. No lo van a creer, pero en mi billetera había una tarjeta laminada con mi foto que, que fuera de los datos habituales, señalaba, profesión: cuentista. Los carnets de la mayoría rezaban: poeta. Y para los casos de Lola Hurtado, Vicky Ospina o la esposa de Lucho Solarte (asesinado junto con Lucho Calderón): poetisas. En fin, el grupo literario La Rueda y los tres primeros números de la revista fenecieron después del aquelarre en mención donde todo Popayán (léase la Facultad de Humanidades, gente de Derecho y Educación y numerosos fanáticos del desenfreno), además de escuchar a los vates, entre ellos el licenciado Linyera, seudónimo bajo el cual actuaba en la vida pública el célebre consejero político Rafael Albán, y observar la obra teatral de Lola Hurtado, trabajo que si mal no recuerdo pertenecía de lleno al género del absurdo (Lola terminó la pieza lanzando un platonado de agua al respetable público), se embriagó. Entonces se desató por toda la ciudad una de pasquines elaborados por Amadeo González, director de la revista Cuatro Tablas, vale decir la competencia. El asunto parecía como salido de la pluma de García Márquez. El pírrico huilense Amadeo desenmascaró la farsa (en los pasquines) y nos tildó de corruptos, embaucadores y beodos. No se alejaba de la verdad, es cierto, y no hay nada ante lo cual pedir disculpas, pero espero que la presente publicación, que en mi opinión tiene más visos de historia que de oficio literario, demuestre que éramos y somos seres lúcidos y como expresaría aquel que escribió la Mansión de Araucaima, eso es algo que en verdad duele. Un honor que cuesta. Desafortunadamente eso sólo lo entienden los poetas. ¡Palabra de Dios! En fin, el tiempo transcurrió y tras el necesario trabajo publicamos La Rueda 4, la 5, la 6 y la 7 y (junto con las tres anteriores) el lector tiene la oportunidad de adquirirlo y tenerlo en sus bibliotecas con toda la producción literaria del grupo, publicada en El Liberal y otros rotativos a lo largo de la “prodigiosa” década de los ochenta.

Gonzalo Buenahora y su banda de rock en la Bogotá de los sesentas





































Pero La Rueda, como todo, concluyó. Y la causa fue que para el número ocho yo me opuse a que se publicara un ensayo de Bruno Mazoldi que había sido connotado profesor de la Universidad del Cauca y por entonces (creo que allá sigue y posiblemente allá morirá) vivía en Pasto. Al respecto de Mazoldi, una vez, en medio de un tremendo alboroto de estudiantes que tiraban bombas Molotov a diestra y siniestra, el lingüista, en pleno Paraninfo, expresó que él se unía al movimiento estudiantil y profesoral porque francamente no le alcanzaba para comprar aceite de oliva, ingrediente esencial de su dieta mediterránea. Los abucheos y chiflidos casi tumban el recinto. Me opuse al artículo de Mazoldi porque rompía la condición de imprimir sólo cuento corto y poesía, lo que en mi opinión era el toque maestro de la publicación. Y casi con lágrimas en los ojos nos miramos uno al otro (los 4 miembros del Comité editorial) y Cristóbal Gnecco con lo que pensamos era una voz firme, dio paso a la disolución. No estoy totalmente seguro, pero creo que el Negro Hernández, que había reemplazado a Juan Carlos López en el Comité, y Germán Mendoza, nos fuimos a lamentarnos en el Sotareño. Gnecco desde su puerta observaba cómo, al alejarnos, nos hacíamos cada vez más pequeñitos.

Para terminar, dos pequeños detalles: en la casa de Cristóbal en la puerta había un letrero que advertía: ¡Cuidado: perros bravos! Una noche borracho Oscar Hernández se allegó a la residencia del hombre y agregó al letrero: “¡Y poetas malos!” Una broma pesada clásica y tradicional en nuestro ambiente de la época. Por otra parte, la Rueda en sus dos épocas, pero sobre todo en la segunda, contó con un equipo de balompié que hizo las delicias de un público muy selecto. No había entrenador conocido, el arquero era nadie menos que Hernán Bonilla y el equipo significativamente se llamaba, aunque no lo crean, Chupamaro´s Futbol Club.



Popayán, Ciudad Universitaria, octubre de 2009

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