Oppenheimer
Jaime Cárdenas
Miles y miles de espectadores en todo el mundo asisten por estos días a las salas de cine donde se proyecta la película del director Cristopher Nolan en la que se reconstruye la vida del científico Robert Oppenheimer y su participación en la creación y lanzamiento de la bomba atómica. Sobra decir que técnicamente es impecable, que su ritmo intenso no decrece y que la actuación del protagonista no podía ser mejor, pero que, por igual, merecen reconocimiento todos los actores y actrices que participan en recrear un momento tan doloroso para la humanidad.
Monumento de la Paz en Hiroshima |
Openheimer, nacido en New York, fue muy brillante como estudiante de Física, un cerebro privilegiado que pudo aprender holandés en quince días. Caminaba con pasos largos en el conocimiento, por ello sus maestros le sugirieron fuera a buscar a los mejores físicos de Europa para continuar sus investigaciones. Ya la física cuántica había abierto puertas insospechadas que el joven científico alcanzaba a vislumbrar con su mente propia de los genios.
No obstante provenir de una familia acaudalada tenía simpatías por la causa socialista, sin llegar nunca a ser un militante. Su hermano si estaba adscrito al partido Comunista y su primera relación sentimental, la tuvo con una comunista, a través de la cual se integra a una red de apoyo a la Resistencia española que luchaba contra Franco y el fascismo defendiendo la República.
Listas las dos bombas se reúnen los generales, los científicos, la cúpula del poder presidido por el presidente Harry S. Truman. Allí está Oppenheimer. El propósito es llegar a un acuerdo acerca de cuál será la ciudad del Japón sobre la que se arrojaran la bombas. Se trata de decidir uno de los genocidios más infames de la historia humana, sin embargo, nadie se muestra abatido, por el contrario la expectativa apunta hacia el optimismo. Truman incluso bromea al descartar a Osaka porque dice que allí fue donde pasó su luna de miel. Finalmente se deciden por Hiroshima y Nagasaki, calculan los muertos y levantan la sesión.
Desde el fortín Oppenheimer ve las bombas subir en el avión y espera ansioso con todo el equipo la hora cero. Truman anuncia la detonación de las bombas, celebra lo que considera un triunfo de los Estados Unidos. Openheimer recuerda un verso del libro sagrado hindú Bhagavad-gita: ahora soy la muerte, la destrucción de los mundos.
El mundo, este mundo hiperconectado que nuevamente está cerca de otra gran guerra, ha visto en la pantalla una parte de la historia recreada de una manera totalmente fidedigna. Pocas veces, por la fuerza de la imagen y la magia del arte, los Estados Unidos han sido sentados ante un tribunal tan numeroso por ese crimen tan terrible, tal vil, por esa forma de matar a niños y niñas, a adultos y viejos quienes fueron el blanco de este imperio que no ha terminado aún de ser el mayor asesino de todos los tiempos.
El Oppenheimer de Nolan se nos muestra de carne y hueso, es una personalidad que no es fácil de descifrar, el juicio del espectador tampoco es fácil. ¿Debió como Einstein, quien fuera su amigo, hacerse el loco, disculparse, argumentar que no tenía los conocimientos necesarios? ¿No tenía otra alternativa?
Muchas preguntas surgen que llegan a la cotidianidad del espectador y se elevan en la teoría, porque la vida diaria les plantea a no pocas personas en el transcurso de su trabajo y de sus aspiraciones dilemas que ponen en cuestión su ética, que hacen que surja el gusanillo de la conciencia. Es el momento de la pregunta sobre el trabajo neutral ( Hay trabajos neutrales? ), y de la sospecha de que se puede servir a causas non santas, que se forma parte de un engranaje que va en contra de la vida, de los otros.
A su vez, lo sucedido con Oppenheimer indefectiblemente nos lleva a la ciencia y a la ética, a la necesidad de una filosofía de la ciencia que sirva en la formación de los científicos. Y a hurgar en nosotros mismos y tengamos claro cuándo se debe decir no, sin vacilaciones.
La película de ninguna manera es tiempo perdido. Son tres horas y nueve segundos que han permitido, en medio de la indiferencia de los días del presente, acercarnos a la verdadera cara del imperio que se autoproclama el defensor de los derechos humanos y de la libertad y formularnos preguntas que siempre será necesario que nos hagamos, en especial cuando comprometemos con nuestro actuar, por más simple que nos pueda parecer, el destino de nuestros congéneres.
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