La poesía en el grupo de La Rueda, ensayo de Carlos Fajardo



Amigas y amigos, he leído con mucho interés las últimas crónicas sobre el ya legendario y recordado Grupo La Rueda, el cual creamos en los tiempos de rebeldía histórica, poética y metafísica en la ciudad blanca de Popayán. Aplaudo con alegría el entusiasmo de tal empresa. Sin embargo, veo con preocupación que en ninguna de las remembranzas escritas por Mario Delgado y Gonzalo Buenahora Durán se nombre a los principales artífices de la poesía que se escribía en el grupo, ni a los tres libros que ejemplifican algo así como la síntesis de las vivencias y exploraciones poéticas de nuestra generación en Popayán. Hablo aquí de los libros Asesinato y otros poemas (1982), de Rubén Darío Guerrero, Días Difíciles (1981) de Oscar Sacanamboy, y Origen de silencios (1981) de Carlos Fajardo Fajardo.
 
Carlos Fajardo

Más allá de realizar un inventario de los contextos socio-culturales e históricos que envolvieron al grupo, lo cual en buena medida ha sido adelantado por Mario Delgado y Buenahora, mi intención es la de contribuir con algunos apuntes al análisis de la poesía escrita en el grupo. Un verdadero balance de esta poesía debería indagar, con rigor y profundidad, cuál fue el aporte literario del grupo, si dejó o no alguna obra poética notable, al menos con cierta aproximación al espíritu de la poesía moderna, latinoamericana y colombiana que se escribía en la época.

El caso de Rubén Darío Guerrero (1954), poeta de Puerto Tejada, Cauca –al cual deseo reivindicar- es curioso, pues bebió de las fuentes de la Generación del 27, especialmente de Miguel Hernández, como también de Neruda y algo de César Vallejo. Sin embargo, y eso es lo interesante, algunos poemas del libro registran una significativa relación entre los ritmos de la poesía afro-descendiente colombiana con la sensibilidad de la poesía moderna. El resultado de dicha fusión fueron unos poemas intensos, con una gran carga de oralidad rítmica y una fuerza escritural pomposa que van de la contención al desborde retórico. Varios de aquellos textos se volvieron emblemáticos para el grupo. Léase por ejemplo los poemas “Mama”, “Agua”, “Corteros”, “A unos ojos”, “No podemos”, “Camino primaveral”, “Los míos”, entre otros. En ellos se rescata la tradición de la llamada por esos años poesía de la negritud, la cotidianidad rural dolorosa, denunciada por el poeta, las sagas familiares y colectivas bajo el yugo de su cruel historia en diálogo con una sensibilidad urbana y existencial. Poesía de confrontación, a galope entre la aldea y la gran ciudad.


Iglesia de San Francisco


Creo que en este libro se veía venir un gran poeta, lastimosamente malogrado y ahora olvidado en sus crónicas por los que están en el proceso de compilar los textos de La Rueda. Un verdadero y riguroso estudio –insisto- de la poesía que se escribió en la Popayán de finales de los setenta y principios de los ochenta, debería introducir el nombre de Rubén Darío Guerrero, de lo contrario haríamos una calle de honor al ninguneo y a la exclusión, síntomas permanentes en nuestra cultura.

El caso del caleño Oscar Sacanamboy es diferente. En 1981 publicó Días difíciles, libro en el cual se observa una poesía muy dedicada a registrar lo local con tonos modernistas e influencias de la poesía cotidiana y coloquial. Ejemplo de ello es su poema “De pies y manos”, dedicado a Popayán. La sensación que deja su lectura es la de una poesía con algunos logros en la exploración de lo urbano (poemas como “Días difíciles”, “También Yo”) al lado de lugares comunes e imágenes retóricas terribles (“De que vale la doctrina/si el tímpano esclerótico/se resiste a la palabra”, “Buriles leznas ojos distraídos”), o bien, rebuscadas metáforas y la deficiente conquista de un lenguaje sorprendente y audaz. A pesar de ello, en este texto se intuye que Sacanamboy estaba en búsqueda de una voz, pero después de esta ópera prima no hemos tenido noticias de nuevas publicaciones.

Rafael Albán, Molina, Germán Mendoza, Cristóbal Gnecco, Gonzalo Buenahora


En mi caso, el libro Origen de Silencios (1981) fue el resultado de varios años de indagación poética y de trabajo con la palabra. No soy yo, por supuesto, el que deba hacer un análisis de la calidad o no de aquel libro. Pero sí puedo asegurar que los poemas publicados en él facilitaron, tanto en el plano colectivo como en el personal, comprender lo que era un trabajo serio, arriesgado, y a veces –es cierto- demasiado emocional, de la poesía. Viéndolo a distancia, es un libro desigual, como casi todo lo que en aquella época publicamos en el grupo, con unos buenos picos poéticos y con caídas que hoy por hoy me escandalizan. El libro fue edificándose a partir de la asimilación de los tonos de la poesía moderna vanguardista mundial y latinoamericana. En la biblioteca de la Universidad del Cauca, gracias a la colaboración del gran amigo José María Serrano, leí, creo, casi toda la poesía en ella contenida. Ello me facilitó entender el hecho poético y estético, el compromiso con la palabra, la necesidad de una disciplina escritural y la difícil y compleja tarea de crear. Para mí, como para algunos amigos de La Rueda, el libro significó un logro, una conquista, la responsabilidad con una lectura rigurosa de la poesía y, por qué no, una enseñanza para el grupo y un aprendizaje personal.

Por fortuna, también en las revistas publicadas se vislumbran una que otra audacia poética y la conciencia del oficio, sobre todo en Jaime Cárdenas y Cristóbal Gnecco, al lado –y es necesario reconocerlo- de textos que producen pena ajena. Debemos entender que por su naturaleza de taller literario se publicaba todo lo que sus miembros ofrecían. Los tres primeros números de la revista, como los tres libros de poemas aquí comentados, se publicaron casi artesanalmente, con una incipiente calidad de impresión y de diseño, una nula corrección de estilo y, por consiguiente, con errores de ortografía, de digitación y sintaxis, tal como lo afirma Gonzalo Buenahora en su crónica. Todo ello, sospecho, fue resultado del sarampión poético juvenil, y de una muy escasa experiencia en estas gestas editoriales. En los cuatro restantes números de la revista, gracias al trabajo de Gnecco, Germán Mendoza, Juan Carlos López, Buenahora y Oscar Hernández, mejoraron las cosas.

En su crónica sobre La Rueda, Gonzalo Buenahora registra en buena parte los contextos históricos bajo los cuales surgió el grupo, a la vez que enumera un prontuario de gratos e ingratos sucesos, lo cual está bien como anecdotario y cuadro de costumbres locales. Pero al reducir La Rueda a tan solo “un estupendo pretexto para beber y, por qué no decirlo, holgar”, se olvida de un gran detalle: junto a la embriaguez aguardientera también estaba la embriaguez escritural de unos pocos que asumimos la elaboración del poema y de la poesía con una integridad ética y estética, actitud que justificaba nuestra existencia. Había de por sí la necesidad de instaurar, a través de la palabra, una presencia donde antes reinaba la ausencia, de expresar lo inexpresable, descubrir lo cubierto, crear una obra con la cual soportáramos los buitres de la realidad. Ese fue nuestro Pathos y Ethos, nuestro desafío y apuesta mayor. 

Considero que aquellos encuentros de efervescencia etílica más bien fueron un pretexto para construir el diálogo, el intercambio de gustos musicales, fílmicos y de libros, discutir posiciones poéticas y políticas, leer nuestros poemas, compartir intimidades sobre amores y desamores, a la vez que para cazar legítimas broncas y solidarizarnos en nuestros desgarramientos. Fue allí donde realizamos nuestro verdadero taller vital y literario. Claro, no niego la permanente relación entre la poesía y los llamados por Baudelaire “paraísos artificiales”, gratos e importantes para el grupo en aquel momento. Pero, más allá de la sesgada sentencia de Buenahora, de que había una “ausencia de talento y vocación literaria que la mayoría de los de La Rueda ostentábamos”, se nos hace que en unos pocos había talento y visceralidad creativa. Cierto, no en todos -eso sería pedir un pequeño Siglo de Oro literario en Popayán, lo cual ya es un exabrupto- pero sí en los que convertimos la poesía no sólo en un oficio sino en un destino y escribimos como muriendo.

Lo cierto es que a los miembros de La Rueda, como a la gran mayoría de escritores después del nadaísmo, nos tocó padecer y gozar de una premodernidad vigente y usable, de una modernidad a medias, una modernización literaria yuxtapuesta y no asimilada, y de un futuro impredecible. En un ensayo sobre la poesía posnadaísta, he adelantado algunas reflexiones al respecto. Transcribo unos pocos fragmentos que pueden servir para el diálogo:

“Un estudio de la poesía posnadaísta nos muestra las diversas estéticas confrontadas, disímiles, empeñadas todas en elaborar nuevas sensibilidades y actitudes a través del trabajo reflexivo y analítico del poeta. Se trataba de realizar no sólo la lectura de la literatura y de la poesía del país, sino de la gran poesía latinoamericana y mundial, por lo que se abrían a nuevas voces y expresiones de distintos ámbitos de la cultura. En búsqueda de un lenguaje leyeron la tradición poética latinoamericana, lo cual permitió afianzar unas exploraciones personales más rigurosas y serias, pues, en palabras de Cobo Borda, “¿cómo no compartir su euforia ante ese derroche indiscriminado de obras, tendencias y países si su único legado era, en el plano nacional, cuatro o cinco intentos válidos, y en el internacional, un deficiente conocimiento de la tradición española y unas pobretonas versiones de autores franceses?”

Así, los poetas en las décadas del setenta, ante la carencia de una sólida tradición literaria, recurrieron a poéticas extranjeras modernas para comprenderse y entender en que dirección estaba la poesía nacional. Entre la tendencia iconoclasta nadaísta y una retórica tradicional, buscaron, como lo afirma Harold Alvarado Tenorio, inicialmente en los grandes poetas europeos y latinoamericanos, una guía para afirmar sus voces. Los poetas, entonces convirtieron su poesía en una alacena de técnicas y estilos extranjeros: poetas surreales, simbólicas, witmanianos. Kavafianos, expresionistas alemanes, imaginistas, hasta conceptualistas y concretos, desfilaban por las páginas de las antologías nacionales, tratando de actualizarse ante la secularización de la poesía, pero con muy poca asimilación de estas técnicas formales.

Una reiteración cultista en el poema se volvió necesaria: George Tralk, Kafka, los poetas malditos, Chagall, Van Gogh, Picabia, Modigliani, Wilfredo Lam. Alejandra Pizarnik, Julio Cortázar, José Lezama Lima, T.S. Eliot, Borges, Octavio Paz, Silvia Plath, Anne Sexton, Ernesto Cardenal, Enrique Molina, la música popular y de protesta, las estrellas de cine, eran algunos nombres y temas que se integraban al poema, elaborando una reinvención del texto como memoria y un noticiario culto.

Transmitieron una nostalgia convencional de lo que había sido su historia y su niñez; una evocación trágica de sus amores, la inutilidad de la vida ante la pérdida definitiva de sus ídolos y héroes, derruidos por la visión consciente que tuvieron del parroquianismo de cartón hecho a imagen y semejanza de los patrones culturales ibéricos, los cuales todavía les pesaban en la memoria. Su misión fue, entonces, levantar de las cenizas una nueva forma de asomarse al mundo. Solitarios, hicieron de la poesía un modo de vida, un asunto más para no morir en el olvido en un país que les negaba presencia. Su soledad creativa era la manifestación de un rostro anónimo afirmado por la palabra, donde se unían, desde su aislamiento y clandestinidad, al murmurante ritmo de la cultura. En su poesía rescataron recuerdos y fracasos de una infancia y una adolescencia que no les permitió explorar sobradamente sus deseos. Exaltaron lo erótico y al cuerpo con un nuevo lenguaje, despojado de falsa retórica y mojigatería. Describieron un cuerpo como lo era el suyo: lleno de desgarramiento y frustraciones, listo para ser asaltado, no por el tiempo solamente, si no por las fauces de una educación impartida a fuerza de golpes y ocultamientos. Un cuerpo más auténtico, más personal, menos de postal y de fetiche, más encarnado.

Creyéndose víctimas, levantaron su voz con las influencias de una historia cansada y construida en la mentira. Viviendo el drama, padecían aquellas ciudades colombianas apenas hechas, o por hacerse, incipientes en su formación. Lo que amaban o sentían en su emoción era su poesía. Escasos de una certera reflexión moderna sobre sí mismos y sobre su tradición, hicieron de la inexperiencia su experiencia suprema. Sintieron el peso de la falta de una historia crítica y rejuvenecedora. Su historia había tendido siempre al velo y al engaño, desmoronarla, a pulso de crítica y desgarramientos, les facilitaría al menos comprenderla en sus limitaciones. Había que rasgar el velo y observarse tal como eran: oscuros rostros, golpeados cuerpos, irónicos fracasos en un país que se mostraba ante todo como un benefactor importante, transfigurado siempre su imagen.

Poemario de Rubén Darío Guerrero


De modo que, la mayor parte de la poesía escrita posterior al grupo nadaísta, vive todavía en una amalgama de distintas sensibilidades culturales y técnicas literarias que hacen sospechar que soportan –como todo el país- una modernidad a medias, producto de aquel proceso de hibridaciones entre la sociedad premoderna tradicional y una modernización impuesta desde arriba que nos ha dejado en el sonambulismo y el desconcierto. Dicha incertidumbre cultural se nos aparece como un síntoma de ineficacia para darnos brújulas sobre nuestra direccionalidad como nación.

En buena parte de la poesía escrita en las décadas del setenta hasta finales del siglo XX, se palpa, más bien, un sonambulismo cultural. El poeta se siente aislado y marginado, queda tan desconcertado y perdido como la multitudinaria masa de campesinos urbanizados y desempleados, de profesionales y peatones en las ciudades colombianas, a la cual les llueve todos los días el gran vendaval de la modernización tecnocientifica, pero que no sabe cómo asumirla ni que hacer con ella. Para la gran mayoría, sus mentes viven en un pasado tradicional, moralista y semiagrario, su presente en un tecnicismo que los somete a la actualización acelerada (sin procesar ni construir un saber científico), y en un futuro incierto. Entre una premodernidad vigente y usable, una industrialización modernizadora sin planeación (presente técnico), y un futuro político cada vez más imprevisible, vive el país lo mismo que buena parte de la poesía de las últimas décadas”.

***
Creo que en esta breve cartografía de las sensibilidades de los poetas y de la poesía escrita después del nadaísmo, encontramos, en buena parte, las propuestas, imaginarios y poéticas de los integrantes de La Rueda.

Ahora bien, al detenernos a pensar en el grupo, surge un enorme interrogante: ¿Cuál fue en realidad el aporte de La Rueda? Como colectivo se alimentó de la contracultura, del ambiente contestatario de la época, con influencias del nadaísmo y de la llamada generación desencantada, de las políticas de izquierda, con ritos y teatralizaciones de una vanguardia tardía. De allí, creo, deriva su nombre, como símbolo de movimiento y avance, de aplastamiento de lo tradicional, con una estética de la protesta, de emancipación y de cambio.

En la historia de Popayán quedará como un grupo universitario de confrontación, acorde al espíritu rebelde heredado de la década del sesenta. Ello ya es un aporte en la formación de imaginarios urbanos desde la Universidad del Cauca en la Popayán pre-terremoto (1983). Pero su aporte propiamente literario es más bien escaso, sólo observado en algunos logros de los poetas aquí comentados, los cuales en su mayoría no han publicado nuevos libros. Los que nos mantenemos en la fragua de la escritura poética –sólo Jaime Cárdenas y el que esto escribe- seguimos tratando de lograr “la Obra”, palabra muy significativa para nosotros desde aquellos años; seguimos escribiendo para no morir, permaneciendo con terquedad fieles a este oficio o arte endiablado, como llamaba Dylan Thomas a la poesía.


Bogotá, Octubre 29 de 2009.



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