La Revista La Rueda



Tomado de Hipermnémesis, Bogotá, Moscú, Popayán, sin editar.

Por Gonzalo Buenahora Durán.

En ese mismo período fue que sucedió que yo fuera conociendo a aquellos individuos que iban a ser mis amigos durante los próximos años en Popayán, y con los que poco a poco fuimos creando una sólida amistad que desembocó en variadas aventuras y en un taller literario que tuvo como consecuencia destacable haber publicado entre 1979 y 1985 siete números de una revista que pretendía agrupar a los poetas y cuentistas de la ciudad y que se llamó, no sé por qué razón, La Rueda





El primero de esos individuos fue José María Serrano, bibliotecario de la universidad del Cauca, que había llegado de Santa Marta, con quien nos hicimos amigos con solo mirarnos y conversar una sola vez; José María padecía una enfermedad llamada esclerodermia, apodada por el vulgo “picoeloro” y que consiste en el degeneramiento y la desaparición del colágeno en el cuerpo. La persona se torna flaca, casi un esqueleto forrado en piel, y se le deforman el rostro, las manos y los pies. Pero el cerebro con todas sus facultades, cualidades y defectos permanece absolutamente intacto. El segundo, Germán Mendoza, cartagenero, que cuando lo conocí en un restaurante estudiantil al que yo solía ir con Maritza, mi esposa, era estudiante de Ingeniería electrónica y era muy buen mozo, toda una pinta, tanto, que terminó seduciendo a una buena cantidad de mujeres en la ciudad y dirigiendo durante varios años el principal diario, El Liberal. Creo que era la persona a la que le gustaba el trago más que a mí. El tercero, Cristóbal Gnecco, estudiante de antropología con tendencia a la arqueología, con quien la amistad aún persiste, es miembro de la élite social de Popayán y uno de los profesores de su especialidad más connotados. El cuarto, Oscar Hernández, estudiante de Derecho proveniente de Ibagué, muy brillante individuo, lastimosamente dejó de ser mi amigo. Pero durante varios años coincidimos plenamente y uno de los factores que coadyuvó en ello fue el trago. Nunca establecimos quién era más alcohólico, si él o yo, pero nos daba la impresión de que tales laureles se los llevaba Germán Mendoza. 

Por otra parte, yo todavía me bebo de cuando en vez mi botella de vodka o de tequila (el whiskey no me gusta), mientras él declaró no hace mucho tiempo que ya no bebe más. Y eso –creo- debió influir en el rompimiento. Al quinto personaje, Rafael Albán, patojo perteneciente a lo que conocemos como las clases inferiores, inteligente, perspicaz, lleno de humor negro y leído como el que más, se conoce a Albert Camus de memoria, lo conocí tardíamente pues estudiaba economía en la universidad de Antioquia (nunca terminó) y antes de radicarse en Popayán vivía en Medellín. Creo recordar que llegó hacia 1980 y lo conocí una tarde en la oficina de José María Serrano, pues ellos habían sido condiscípulos en Antioquia. Albán es, porque todavía no ha muerto, un tipo muy caracterizado (las verdades de Rafael Albán, decíamos), supremamente versátil y especial. Es difícil describirlo porque no creo que haya nadie parecido en el mundo.

Al grupo La Rueda pertenecía quien lo deseara, y al taller, al que asistían unas quince o veinte personas, le otorgaron un salón en la Casa de la Cultura en donde nos reuníamos semanalmente a discutir asuntos relativos a la literatura fundamentalmente, pero a fin de cuentas a hablar de cultura y chismes en general. Yo no pertenecía al grupo por entonces, pero leía sus publicaciones y comprendía que no eran personas muy letradas, pues sus escritos exhibían errores ortográficos garrafales, lo que denotaba, o que les importaba un culo, o que pertenecían al distinguido vulgo. Se suponía que cada semana los asistentes al taller debían leer ante el auditorio un cuento o un poema y someterse a la crítica o a la adulación del público asistente.

Como yo había leído los tres números de la revista La Rueda que el grupo literario había publicado en 1979 y comienzos de 1980, y había encontrado en el último número cosa de 50 errores, decidí visitar a Cristóbal en su casa y le propuse que sacáramos una revista dedicada al cuento corto y a la poesía, necesariamente en colores blanco y negro, pero que no tuviera errores tipográficos ni de ortografía. Me dijo que le dejara el ejemplar que yo había corregido y que lo iba a pensar. Acepté y me despedí. En cuanto a Oscar Hernández, el Negro, iba yo para una reunión de la Rueda en la Casa de la Cultura cuando percibí que dos sujetos abrazados caminaban apresuradamente detrás de mí como burlándose, lo que hoy llaman haciendo bulling. Yo prefiero “matoneo”. Pensé honestamente que me iban a atracar. Pero encaminándome casi corriendo hacia el portón al que me dirigía, me alcanzaron (no recuerdo al segundo personaje), me saludaron y me hicieron entender que iban para el mismo lado. Entonces me detuve, entramos a la reunión y nos sentamos uno al lado del otro. Escuchamos con atención lo que los conferencistas exponían y corregimos a una novel poetisa que expresó como introducción a un verso que había escrito en esos días: “No preguntes por quién doblan las campanas. Doblan por ti”, Ernest Hemingway. Le explicamos que eso lo había expresado no el gringo sino el poeta inglés John Donne en el siglo XVI y que el norteamericano simplemente lo había retomado como epígrafe para su relato. La muchacha ni siquiera se sonrojó. Al cabo de la reunión Oscar y yo salimos conversando y lo invité a tomarse una cerveza. Me explicó que era de Ibagué, que estudiaba derecho y que tenía un hermano en Ingeniería electrónica y además varias hermanas en el mismo plan de estudiar en la del Cauca. Cuando nos despedimos también quedamos en que en el futuro nos veríamos.


Popayán desde el Cerro de las Tres Cruces



Paralelamente las reuniones en La Rueda se desarrollaban efectivamente y cada semana se sumaba un poeta más y se proponían nuevas actividades culturales entre las que estaban los recitales de poesía, la lectura de cuentos, las audiciones musicales y las presentaciones de artistas, payasos, saltimbanquis y conferencistas provenientes fundamentalmente de Cali. Se trajo, por ejemplo, al dramaturgo Phanor Terán que presentó en varias ocasiones con buena asistencia por parte del público sus obras de teatro. Y vinieron a Popayán de Pasto, Medellín y Bogotá otros muchos maestros de la palabra danzada, pintada, hablada y escrita. El parque Caldas por jornadas se convirtió en un verdadero Parnaso. También nos dedicamos a publicar el número cuatro de la revista, acerca de la cual Gnecco aceptó las condiciones de que contara con un consejo editorial responsable y unánime: se publicaba algo siempre y cuando todos estuvieran de acuerdo. Una objeción producía el veto. Sería solamente para cuento corto y poesía. Y sus colores, el blanco y el negro en todas sus variantes. Se invitarían pintores lugareños y del exterior a ilustrarla, y la primera en ser elegida fue la pintora payanesa, hermosa y delicada mujer, Estela Perafán. Se instigaría a toda la población a presentar sus obras. El consejo editorial quedó conformado por Cristóbal Gnecco, Germán Mendoza, Oscar Hernández y yo. Los días de reunión del grupo cultural, que creo recordar eran los miércoles, pero posiblemente los viernes o los sábados, terminábamos en el parque Caldas que siempre era un lugar muy agradable, bebiendo, recochando y contando las anécdotas, los chistes y las aventuras que a los asistentes se les ocurrieran. Siempre rodeados de esplendorosas luces coloniales. El sitio de reunión era la esquina nororiental del parque, enfrente de una heladería llamada Lucerna. Las otras esquinas eran ocupadas por otros grupos sociales como los taxistas y los transportadores, la esquina suroriental, y los homosexuales y los punks, en el costado suroccidental, enfrente de la Torre del Reloj y la Catedral.

Nadie se metía con nadie. Tan sólo pasaban por el andén y miraban y mirábamos de soslayo. Pero el ruido y el desbarajuste en el costado que ocupaban los escritores y los poetas, casi todos amantes del alcohol y la mariguana (en secreto), y uno que otro pericazo, eran evidentes y sonoros. A veces nos movilizábamos al parque Julio Arboleda, enfrente de la Casa Valencia, y le cantábamos canciones ofensivas de Serrat a Álvaro Pío Valencia, que ocupaba una habitación en el museo cuya ventana daba al parque. También, la policía nos tenía cerradamente custodiados, y una vez que un tira (detective) nos observaba y escuchaba encaramado en un árbol todo lo que hacíamos, uno de los integrantes de La Rueda se le subió por detrás y lo hizo bajar a empellones. El hombre, aterrorizado, pensó que lo íbamos a linchar; pero no, nos limitamos a burlarnos y ahuyentarlo tirándole guijarros y vilipendiándolo con palabrotas irreverentes y soeces. Las piernas no le alcanzaban al tipo para escapar. Una vez, estando en la esquina de Lucerna chupando aguardiente caucano yo, con sorna, declaré a la negra Rosmira, una poetisa en ciernes, blanca “honoris causa” y el cuento dio para que todos se rieran hasta más no poder durante años. Pero esa noche pasó algo que nos pudo haber costado la vida. Alguien propuso que fuéramos al barrio Bolívar a comer chuzos y todos aceptamos. Cuando llegamos, nos acercamos en gallada a un asadero ambulante que atendía una señora ya mayor, no sé si india o negra, que ante la multitud y los numerosos pedidos, se alegró fuertemente. Valga aclarar que todos estábamos borrachos. A la hora de pagar, yo le pregunté a la vendedora que si aceptaba tarjetas de crédito, y todo el mundo procedió a burlarse. La señora se asustó y como algunos de los que habían comido pinchos se alejaron de manera sospechosa, llamó por su celular a la policía, la que en unos pocos minutos llegó en motocicletas armados hasta los dientes.


Ilustración de Walter Tello para la primera revista de La Rueda



Y comenzó la diáspora angustiosa hacia el norte, el sur, hacia oriente y occidente, corriendo como locos, y los gendarmes persiguiéndonos con saña. Yo me dirigí con alguien más hacia el Palacio Nacional que queda justo enfrente del entonces Telecom y nos escondimos tras una columnata. Los ojos cerrados y el corazón a punta de salírsenos del pecho. A lo lejos se escuchaban los motores de las motos policiales acelerando y desacelerando, chirridos de llantas contra el pavimento, gritos histéricos y disparos. El terror fue in crescendo. Pero la algarabía poco a poco amainó y como alma que lleva el Diablo nos fuimos para las respectivas casas. Hubo en esa ocasión varios detenidos y esos tuvieron que pagar las bebidas y los pinchos consumidos. La vieja se había pegado tremendo susto, pero quedó contenta.

Nadie sabe de dónde vino el nombre de La Rueda. Yo imagino que fue porque todo en la vida se repite, o porque la figura persigue los trazos de la sutil y poderosa mente de Dios que hizo que Tolomeo, el faraón astrónomo, concibiera las órbitas de los planetas y los objetos celestes, circulares, perfectas y eternas. Todo es incierto, salvo el círculo. ¡Alá, ackbar! Yo pienso sinceramente y muy en el fondo que la revista fue un sugestivo y encantador pretexto para haraganear, dando, de manera paralela posibilidad y rienda suelta a ciertos espíritus inquietos y reprimidos que se preciaban y se precian aun hoy de poseer el “don” de la lucidez. Todo el mundo, desde Kafka hasta Mutis, Oskar Wilde o Salinger, sabe que ser lúcido es una absoluta desgracia. Y si antes de nacer, le preguntaran a uno, estoy más que seguro que se pediría de antemano la idiotez. Y eso más que nadie lo sabe y lo planteó Dostoievski. En fin, La Rueda, ya en nuestras manos, publicó de 1981 a 1985 cuatro números (el 4, el 5, el 6 y el 7) que pretendían recopilar las producciones literarias (cuento corto y poesía) de todos aquellos que consideraban tener talento literario.

Fue entonces cuando la alcaldía de la ciudad nos otorgó carné de poetas y nos asignó, como expresé, una vieja casona que si mal no recuerdo había pertenecido al general José Hilario López, para que realizáramos nuestras reuniones y eventos culturales. La década que prácticamente inauguró La Rueda fue de por sí “prodigiosa”, tal cual la década de los 60 pero en estricto sentido contrario, es decir, “maldadosa”. Pues se trató de un período traumático y convulsivo para Colombia que incluyó el terremoto de 1983 que destruyó la vieja ciudad, la Matanza de Tacueyó donde una guerrilla se auto eliminó asesinando a machete a 166 combatientes, el Holocausto del Palacio de Justicia, del que existen numerosos documentales en directo y todavía se ventila en los estrados judiciales, y la Avalancha de Armero con la imagen de la niña Omaira, enterrada en el barro hasta el cuello, transición a la muerte inmisericordemente expuesta, amarillismo irresolublemente imperdonable de los medios de comunicación. Época de acontecimientos sorprendentes que incluyó un antes y un después como por ejemplo a nivel nacional la toma de la embajada dominicana por parte del M19, donde los revolucionarios y los secuestrados sorpresivamente salieron con vida, y a nivel local el asesinato de los activistas de izquierda Lucho Calderón (miembro de La Rueda) y Luis Solarte después del terremoto de Popayán, activistas de izquierda que se oponían a realizar el censo de la población afectada por el movimiento telúrico, y la toma de la Catedral de Popayán por parte de los estudiantes de la Universidad del Cauca, suceso que terminó con el exorcismo del templo por parte del señor Arzobispo de la Diócesis, aperado de mirra, incienso y velones, lo que sacó corriendo al Demonio de una vez por todas de ese recinto hierático para hacerlo habitar en la esquina noroccidental del parque Caldas, donde hay hoy un árbol de corcho vivo que algunos palpan para tener buena suerte, y desde donde se veía de frente el fallido Banco del Estado en todo su esplendor. Dicen las malas lenguas que en el Templo en un confesionario encontraron un pedazo de excremento humano, o como mejor subrayó el venerable prelado: Un suceso sumamente ¡Bestial!

Pero La Rueda, como todo, concluyó. Y el principio del fin fue un aquelarre que organizamos en la Casa de la Cultura, la casona colonial mencionada (hoy el Colegio Mayor), para dar feliz conclusión a un Festival de teatro al que asistieron grupos de toda América Latina bajo la eminente tutela de Enrique Buenaventura. A ese aquelarre todo Popayán (léase facultad de Humanidades, gente chévere de Derecho y Educación y numerosos fanáticos del desenfreno) asistió. Se escuchó a los diferentes vates, entre ellos al licenciado Linyera, pseudónimo bajo el cual actuaba en la vida pública Rafael Albán, connotado consejero político de todos los Gobernadores del Cauca y culpable –en buena medida- del subdesarrollo que nos aqueja; a la poetisa Victoria Ospina con la cual todavía nos hablamos y que hoy siembra lechugas en la misma entrada de la ciudad; a la poetisa Hilda Restrepo, connotada y seria artífice de la palabra. Se observaron en la fiesta también las actuaciones de los miembros de La Rueda, entre ellas, la obra de teatro de Lola Hurtado, que terminó su pieza perteneciente al género del absurdo lanzándole al público un platonado de agua helada. Fue lo que se dice un auténtico, inesperado y dramático ¡chubasco! Se consumieron allí todos los excitantes de conciencia conocidos, desde el vulgar guarapo y el chirinche o tapetusa, hasta la sofisticada cocaína. La espectacular y nunca vista batahola cultural desató en toda la ciudad una de pasquines elaborados por Amadeo González, director de la revista Cuatro Tablas, vale decir la competencia, en los que el pírrico huilense tildó a los miembros de La Rueda de corruptos, embaucadores, mariguaneros, drogadictos y beodos. Cosa que, guardadas las distancias, no se alejaba demasiado de la verdad. La puntada final consistió en que para el número 8 de la revista, yo me negué a publicar un sesudo (como todo lo de él) ensayo de Bruno Mazoldi, pues rompía con la condición de imprimir solo cuento corto y poesía, lo que en mi modesta opinión era el toque maestro de la publicación. Y casi con lágrimas en los ojos los cuatro miembros del Consejo Editorial de la revista nos miramos uno al otro y Cristóbal dio paso a su disolución, si no estoy mal acompañado de un inusitado ademán de bendición. Acto seguido Hernández, Mendoza y yo nos fuimos a lamentarnos a la luz de un litro de aguardiente en el bar El Sorateño, y Gnecco desde su puerta pudo observar cómo al alejarnos nos hacíamos cada vez más pequeñitos.


Una de las publicaciones de la Página Literaria de El Liberal de Popayán



Pero es un hecho que los que concebimos y participamos de La Rueda, salvo los poetas Carlos Fajardo, Iván Ulchur, Gustavo Tatis, Juan Gustavo Cobo, Orietta Lozano, Giovanni Quesseps, Juan Manuel Roca y Gustavo Wilches Chaux, que han alcanzado cierta fama universal, no teníamos auténtica y real vocación literaria: escogiendo al azar, Juan Carlos López, por ejemplo, optó por el mundo del dinero y la política. Hoy en día es alcalde de Popayán y dueño de la hacienda Coconuco. Cristóbal Gnecco está dedicado a enseñar antropología, a elaborar textos científicos en pro de la multivocalidad y a divulgarlos por el mundo. Espero que algún día se convierta en granjero (va en ese camino) y alimente a 30.000 seres humanos. Mario Delgado se dedicó a la docencia universitaria y en algún momento fue editor general de la Universidad del Cauca. También es sindicalista destacado. Òscar Sakanamboy ejerce de otorrinolaringólogo en Santander de Quilichao. Germán Mendoza (q.e.p.d.) terminó su vida como jefe de redacción del diario El Universal de Cartagena. Oscar Hernández trabajó en la Procuraduría General de la Nación y hoy hace parte de un importante bufete de abogados penalistas. Y yo, entreverado en el pasado y envejeciendo honorablemente, hube de dedicar mi vida a la docencia y a la Historia, intentando formar a mis estudiantes para la vida y reviviendo el pasado colonial de un importante poblado olvidado del Macizo Colombiano. 

En 2013 Mario Delgado, Oscar Sakanamboy y yo editamos las siete revistas de La Rueda y todos los materiales literarios que salieron en el diario El Liberal a nombre de la publicación, y hubiera sido algo como para enorgullecerse toda la vida, pero desafortunadamente no fue así. Y la recopilación de una revista literaria que salió a la luz haciendo gala de esforzarse por no presentar errores (sobre todo los cuatro últimos números), salió de la imprenta exhibiendo multiplicidad de ellos. Y los seis días que junto con Mario Delgado corregimos día y noche los poemas, los ensayos y los cuentos de los popayanejos de la década del 80 del siglo XX, sencillamente se perdieron. Pero bueno, el asunto hubo de quedar para la historia.



Popayán, octubre de 2023

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