José María Serrano: el bibliotecario


Carlos Fajardo, publicado en El Liberal 


Desde las ocho o nueve de la mañana me sumergía en la Biblioteca Central, situada en la Facultad de Derecho de la Universidad del Cauca. Recorría los estantes de poesía o de filosofía; escogía un libro y me sentaba concentrado en su lectura llegando a las doce del mediodía, hora que cerraban la biblioteca. Retornaba en horas de la tarde y me quedaba hasta las ocho cuando se terminaba la jornada.


José María Serrano, María Eugenia Mosquera 



En el transcurso de todas esas horas aparecía su director, el entrañable José María Serrano Prada. Como yo era uno de los habituales lectores, me saludaba muy atento, hasta que un día no sólo me extendió aquel habitual saludo, sino que me lanzó la esperada pregunta: “¿Tú qué estudias?”. Filosofía, le respondí. “He estado como asistente en algunos de sus cursos que me interesan”, comentó. En efecto, a José María ya lo había visto en las asignaturas optativas de mi primer semestre. Me preguntó sobre mis predilecciones como lector, a lo cual le respondí que filosofía, literatura y, en especial, poesía. Allí se abrió a un cálido diálogo, ya que él era un amante total de la poesía. Me indicó los estantes donde se encontraban algunos de los grandes poetas; me confesó que una de sus mayores adquisiciones de libros para la biblioteca eran las colecciones de poesía y de poetas tanto colombianos como extranjeros. De pronto me hizo seguir a su despacho donde, sobre el escritorio, sobresalían libros de literatura y de poetas por mí admirados. “Acaban de llegar. Pronto los podrás leer en tanto se cataloguen”. Pude ver obras de las colecciones españolas de poesía Río Nuevo, Visor y Fausto, al lado de Hölderlin, T.S. Eliot, Ezra Pound, Cesare Pavese, Walt Whitman, José Manuel Arango…Desde ese momento nos volvimos cómplices en lecturas de poetas. José María siempre me informaba sobre qué libro había llegado, o cuáles había solicitado para agrandar la bibliografía poética.

Más tarde le conocí su lucidez, con ese humor negro inteligente y erudición en varios temas. Conversar con él era un deleite, pero también el estar dispuesto a soportar sus mortales dardos de audaz ironía. Eso lo convertía en un provocador, un saboteador que metía la aguja en las llagas de los consagrados cánones literarios y de sus contertulios, lo que nos hacía admirarlo más y respetarlo por sus conocimientos y mordacidad sin tapujos. Dicha subversión lo volvió cómplice de los juveniles poetas y escritores que conformábamos el grupo literario La Rueda, fundado en 1979. Tomábamos tinto en el desaparecido Café Alcázar, al frente del Parque Caldas. José María animaba la fiesta de la palabra, lanzando magistrales conceptos sobre música, películas, poetas, escritores y envenenados aguijones a las normas y costumbres culturales, que se clavaban en nuestro iniciático aprendizaje.

Con el grupo La Rueda fue un incondicional. Colaboró no sólo publicando sus excelentes poemas en el número seis de la revista en abril de 1983, y en el siete de febrero del 85, sino también con su solidaridad, compromiso intelectual y sensibilidad. Siempre generoso con el grupo, nos reuníamos en los pasillos de la Facultad de Derecho, en casas, apartamentos, cafés y bares. Bebía poco licor, quizás debido a su salud, pero animaba la tertulia con su inteligente conversación, cargada de razón, humor y pasión.

Algunas veces me invitaba a cenar a uno de los restaurantes más apetecidos de Popayán. Para mí era la gloria entrar a la “Lonchería Belalcázar” gracias a su amistad. Los escasos recursos económicos me lo impedían. Pero él, conocedor de mi permanente necesidad de un buen plato, me convidaba a sentarme en tan apetitoso establecimiento. Allí, en medio de un buen bistec, continuábamos la charla comenzada en la biblioteca.

Recuerdo que el 12 de febrero de 1984, casi un año después del terremoto que destruyó a Popayán, lo visité a su nuevo apartamento en un conjunto en las afueras de la ciudad, donde escuchamos en la radio la noticia del fallecimiento, ese mismo día, de Julio Cortázar. Nos quedamos atónitos, no podíamos creer que este Cronopio, con su halo de ser un “joven eterno”, hubiera partido. Entonces fue un motivo para que José María se explayara en sus conocimientos sobre Cortázar, haciéndole un homenaje al gigante argentino: veneró a La Maga de Rayuela; conversó sobre la influencia de Cortázar en los jóvenes de las generaciones de los sesenta y setenta; de su amor al Jazz; recordó algunos de sus cuentos, su solidaridad con los movimientos socialistas latinoamericanos, con Cuba y la Nicaragua sandinista.

En los años posterremoto, José María viajó varias veces a Cali donde nos encontrábamos con los escritores Leopoldo Berdella de la Espriella, Lucy Tello y el pintor Walter Tello. Tales reuniones eran un verdadero convite en esa casa del barrio San Antonio, a unas cuadras de la vieja colina.

Luego, a finales de los ochenta, marché de Cali hacia Bogotá, pero lo visitaba cada vez que podía. Una tarde me llegó la noticia de su fallecimiento. También me asombré, como lo había hecho junto a él con el de Cortázar, pues no esperaba que pudiera dejarnos a sus 49 años teniendo tanto que aportar, tanto para enseñar todavía.

José María había había nacido en el Departamento de Santander, pero antes de cumplir tres años sus padres se trasladaron a la Zona Bananera y a Santa Martha. Desde los 12 años padeció de esclerodermia. Estudió Bibliotecología en la Universidad de Antioquia, perteneciendo a una de las primeras promociones en Colombia.

Me alegra saber que la Biblioteca Central de la Universidad del Cauca, de la cual fue su director durante 22 años, lleve su nombre como un homenaje y un agradecimiento. A él se le debe en parte que la biblioteca se haya modernizado y enriquecido con sus adquisiciones en las diferentes áreas. Conservo su imagen como uno de mis mejores amigos de aquellos años, cuando Popayán, con “sus calles inclinadas hacia el cielo”, al decir del poeta Giovanni Quessep, tenía un Café Alcázar donde este gran bibliotecario inundaba el recinto con su filosa y lúcida palabra.

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