Nuevamente el río

Jaime Cárdenas

Es el inicio del verano y el cielo es de un azul intenso, no hay nubes y el sol desde temprano da generosamente su energía a la vida. Vuelvo a navegar por el río Putumayo, caudaloso, profundo. En Puerto Asís ha dejado atrás su vertiginosas caídas y ahora con su ritmo ancestral y sus aguas sagradas va al encuentro del padre amazonas, sereno e impetuoso. Vuelvo a este río del pasado, un encuentro memorable. Fue como encontrar a un viejo amigo al que no se ha visto por un largo tiempo, un afecto imperecedero. Nos lo han dicho los orientales con su sabiduría milenaria, y los descendientes de quienes cruzaron el estrecho de Bering y poblaron nuestra América: formamos una unidad con el universo, somos naturaleza. Es que las jerarquizaciones agreden a la vida, somos bosques, ríos, animales. 

La tierra, nuestra gran casa acoge como madre protectora a todos sus hijos.


Río Putumayo

 

Bajo un sol de fuego la pequeña embarcación se va internando en la llanura amazónica, respiramos el aire de la libertad. En sus orillas, en las noches, como si los siglos no hubiesen transcurrido los chamanes de los Sionas, de los Cofanes reparten el brebaje que incendia al alma y congrega a la fiesta. A estas orillas vienen los sedientos de las ciudades y el yagé les abre las puertas a otros mundos, mientras los misteriosos sonidos de la noche en la selva se confunden con los cantos de los danzantes.

Hay algarabía entre los viajeros. Rostros inclasificables, los rastros de tantas culturas, pueblos, etnias que han poblado la Amazonia, los rostros de los que vinieron de las montañas, de los que dejaron altiplanos, y con esperanza, en busca de un refugio, llegaron buscando un destino, de los que han nacido en estas ardientes llanuras y batallan diariamente, contra descomunales molinos.

El verde de las orillas se multiplica en sus tonalidades hacia el interior de la selva. Aquí el mensaje se amplifica hasta la obviedad: cuidar la selva, terminar la guerra contra la selva. Mientras el motor ruge y nos adentra pienso el mundo como un gigantesco incendio; es difícil imaginar toda esa naturaleza que viene de milenios, devastada, convertida en desierto, en potreros, en plantaciones al servicio de la ambición de quienes desde otro lado no ven más que capital.

La coca fue la alternativa. Aguas abajo, en estos lejanos parajes la coca da el pan. Aguas de vida pero también de violencia. Desde el norte se han impuesto sus dictámenes de muerte y los hemos aceptado de rodillas, sumisos. Por fin alguien que haya llamado las cosas por su nombre: hay que poner fin a la guerra de la droga. Es una falacia todo el entramado construido para este fin, es su negocio, nos necesitan como una colonia, como fuente de recursos y territorio de exterminio y de muerte; debemos ser territorio libre de América.

En la otra orilla una bandera del Ecuador. Más abajo una bandera del Perú. Pienso en el viejo Borges, anarquista de derecha se definía. Me repito textualmente lo que dijo alguna vez en Barcelona: “Quizá yo sea un tranquilo silencioso anarquista, que sueña en su casa con que desaparecen los Gobiernos. Yo descreo de las fronteras, y también de los países, ese mito tan peligroso. Sé que existen y espero que desaparezcan las diferencias angustiosas en el reparto de la riqueza. Y espero que alguna vez haya un mundo sin fronteras y sin injusticias.” No hay que construir puentes artificiales para llegar con sus sabias palabras al soñador Lennon.

Empieza a caer la tarde pero el sol no desiste. Finalmente llegamos a nuestro destino: Puerto Leguízamo. Me gusta la algarabía de los puertos, los de los ríos, por insignificantes que sean, o los portentosos, y los del mar. En la caseta de arribo miro los destinos que pueden seguir los viajeros, algunos con ecos de otras lenguas: La Paya, Tufiya, Toaya, otros pintorescos, como Puerto Alegría, Comandante y La Isla del Diablo. Son parajes, caseríos, pequeños poblados de la gran Amazonia que supera sumados en población y extensión a varios países de Europa, continente que tiene como todos los países industrializados una gran deuda con nosotros por cuidar el mundo, por destruir nuestro mundo, por el cataclismo ecológico en ciernes.

Este es el Sur, con su pasión por la vida, por la voluntad de vivir, donde los vínculos colectivos aún perviven, tal como lo indica acertadamente el sociólogo Michel Maffesoli, quien destaca que en Sur es el ahora el que prevalece y no el adelante, que aquí el otro es vinculo por necesidad pero también por el placer del encuentro, que la fiesta y la celebración, lo dionisíaco es fuente de alegría, que hay aquí una actitud permanente de resistencia.

El Sur, territorio de selva y vida. La Amazonía, dónde se define en buena medida el destino de la humanidad.

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