Los luminosos días de Lumière


El cine fue una de las grandes pasiones del grupo La Rueda, y es más, teníamos a un precoz crítico, Germán Mendoza, entre nuestras huestes. En otro lado de este blog recuerdo las películas que veíamos en esos tiempos en Popayán, donde la cultura del cine venía desde los genes de nuestros progenitores, como lo dice Jaime Cárdenas. En ese entonces, estaban en el Centro Histórico, el teatro Popayán y el Anarkos, pero además del cine de la niñez y la adolescencia, de revistas como Cineavance, ya contábamos con los cineclubes universitarios, mantenidos por héroes anónimos, con la películas que nos formaron de una manera crítica en la apreciación de más detalles en esa pasión.


Jaime Cárdenas

En su patria, la patria de los hermanos Lumière murió cansado y viejo, Alain Delon. Fue Delon heredero del invento de los hermanos Auguste y Louis Lumière quienes en 1895 en el sótano del Boulevard des Capucines proyectaron por primera vez una película:  La  Llegada de un tren a la estación de la Ciotats, acontecimiento que sería el inicio de ese fabuloso invento que es el cine.

Desde ese día en Francia y después en el mundo el cine iría ganando adeptos. Refugio de los solitarios, de Andrés Caicedo cuya revista Ojo al Cine es una escuela de crítica, del sacerdote Luis Alberto Álvarez que sabía tanto de cine como Andrés, el cine sirvió también para que en la oscuridad de los viejos teatros un adolescente declarara su amor a la colegiala y  permitió el viaje de esos jóvenes del barrio, que luego de fumar un cigarrillo de marihuana verían en la segunda fila con los pies sobre la butaca de la primera los dobles de todos los sábados en los teatros de Pasto, el Colombia, el Imperial o el Alcázar.

Toda una generación se metió al cine, pero ya traían en sus genes la afición de sus padres por el celuloide; fueron ellos los que dieron el buen ejemplo de ir a los teatros, esos templos de la imaginación que no debieron desaparecer en manos de mercachifles que los convirtieron en vulgares centros comerciales.  


Alain Delon, à Cannes, en mai 2013 (©ANDREAS RENTZ / AFP)

Sábato decía que nunca debíamos de perder la capacidad de asombro. En cuanto al cine no deja de ser sorprendente que con una caja metálica y un lente se pudieran hacer tantos prodigios. En Macondo se vivió ese asombro, esa felicidad de encontrar otros mundos en una tela que se templaba en un desvencijado teatro repleto de parroquianos en el calor inclemente de las tres de la tarde. Y se vivió también la indignación del día siguiente, porque los pacíficos habitantes de Macondo descubrieron que el personaje que había sido muerto y enterrado, tal como lo vieron con sus propios ojos en la película del día anterior, reaparecía ahora vivo y lozano en la que acaban de ver ese día. 

Qué hubiera sido de la infancia y sus aburridos domingos sin el cine. Pronto aprendimos que el oficio era de ejercerlo de un modo solitario y dispuestos al saboteo, como mandaba Andrés Caicedo. Épico el saboteo que sucedía en el teatro Imperial cuando la película se quemaba justo en el momento en que al Enmascarado de plata le iban a quitar su máscara en una encarnizada lucha libre. 

Allá, en esos años, hoy lejanos, nos encontramos con toda la saga del Planeta de los Simios, con todas las películas de vaqueros, con las del Santo, el Enmascarado de Plata, con las mejicanas de bandoleros, con Cantinflas y Capulina, con todo lo bueno, lo malo y lo feo que se presentó en el doble del matinal. 

Nomás era darse una vuelta por los teatros viendo las carteleras y ya sabíamos dónde caer, armados de crispetas, de colombinas, Charms y de una gaseosa Pony. Y de ahí salir directo al refugio, que la tarde del domingo amenazaba con el vacío.

Hace pocos días volví a ver El doctor Zhivago, volví a ver a Julie Christi y, la madre que me emocionó ver que el tiempo no le ha pasado y sigue siendo esplendorosamente bella, tal como la vimos hace ya tantos inviernos, volvimos a verla irse en un trineo del invierno ruso, mientras el tema de la película sonaba al fondo dándole una fuerza extraordinaria a la toma. Fue un paréntesis contra el calendario que no perdona. 

Por estos días vi una película de dibujos animados que me recomendara Alejandro, un buen cinéfilo, una película de animación con algunos años a cuestas, Porco Rosso del director japonés Miyazaki, una obra maestra en este género con un mensaje actual, mejor ser cerdo, dice el piloto, quien fuera embrujado y convertido en cerdo, mejor ser cerdo que fascista, sentencia.

 Y está pendiente ver por enésima vez las dos del Padrino y volver a ver tantas películas que al igual que los buenos libros pacientemente nos esperan.

 ¡Que viva el cine!

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